30.5.13

Muertes en Venecia

Las ciudades y la novela negra

Góndolas en el embarcadero./elpais.com
"Durante más de mil años, Venecia fue algo único entre las naciones, mitad oriental, mitad occidental, mitad tierra, mitad mar, situada entre Roma y Bizancio, entre el cristianismo y el islam, un pie en Europa, el otro en Asia. Se llamaba a sí misma La Serenísima e incluso llegó a tener su propio calendario, en el que los años arrancaban el 1 de marzo y los días empezaban por la noche". Esta frase, con la que Jan Morris arranca su libro sobre la ciudad, resume perfectamente lo que representa Venecia. Su ensayo no hace concesiones a la nostalgia: "Venecia es lo que es", asegura al describir la presencia invasora del turismo de masas. "¿Se puede llegar a amar un lugar así?". La respuesta para cualquiera que haya tenido la suerte de pasear por la ciudad, aunque solo sea una tarde, es obvia. 
No importa cuántos millones de turistas la visiten cada año; ni que los transatlánticos, que atracan cerca de la Plaza de San Marcos, se hayan convertido en una presencia invasora; ni siquiera que las máscaras de carnaval se hayan transformado en un icono kitsch o que sea más fácil encontrar un restaurante de comida rápida, que ofrece pizza chiclosa, que unos genuinos boquerones en escabeche. Venecia sigue siendo Venecia. Basta con doblar una esquina, salir de una calle principal, toparse con una plaza inesperada, para encontrarse en otro mundo. Venecia es un ecosistema frágil, imposible de mantener intacto (y no se trata solo del peligro de inundaciones), pero sigue siendo la única ciudad que no se parece a ninguna otra y atesora una densidad literaria sin competencia, ni siquiera en Italia.
"Mientras avanzas por estos laberintos, nunca sabes si persigues alguna meta o huyes de ti mismo, si eres cazador o presa", escribió Joseph Brodsky en Marca de agua, un impresionante poema en prosa sobre la ciudad (existe una estupenda traducción castellana de Menchu Gutiérrez en Siruela). La frase del premio Nobel ruso se aplica bastante bien a Guido Brunetti, el protagonista de la serie de novelas negras (publicadas en España por Seix Barral) de Donna Leon, una escritora estadounidense que hace casi tres décadas decidió convertirse en veneciana.
Tras trabajar como profesora en países como Irán o Arabia Saudí, se instaló en La Serenísima en los años ochenta pero no comenzó a publicar las historias del comisario Brunetti hasta los noventa. Se estrenó con Muerte en la Fenice, en la que unía la literatura con su otra pasión cultural: la música barroca. Desde entonces ha escrito sus novelas al ritmo de una al año y acaba de aparecer la número 22, El huevo de oro. Como es normal en una serie tan larga, hay entregas mejores y peores. Esta última es excelente, de las mejores, por el oficio con el que Donna Leon construye la intriga tras una muerte aparentemente accidental: la de un muchacho sordo que se ha atiborrado de pastillas para dormir, por accidente o voluntariamente.
Los relatos de Donna Leon son profundamente venecianos, tanto que existe una guía de la ciudad a través de Brunetti –Paseos por Venecia, de Toni Sepeda–, incluso un libro de recetas –El sabor de Venecia, de la propia autora junto a Roberta Pianaro–. Pero, a la vez, la escritora utiliza la ciudad como metáfora de Italia y de Europa. Al igual que el sueco Hening Mankell o el siciliano Andrea Camilleri, Donna Leon se sirve de la novela negra para despedazar el mundo actual. Y, como ocurre con el padre del comisario Montalbano, cada día está más cabreada. 
"Porque, al fin y al cabo, todos estamos en la misma situación: el sistema, que no tiene pinta de cambiar, nos vapulea a todos por igual; los que están en la cima y hacen exactamente lo que les da la gana, nos pisan el resto", asegura un policía en la última entrega. Donna Leon trata numerosos temas en su serie pero hay uno que está en el corazón de todas: el poder del Leviatán para que las cosas no cambien. Por eso, nunca se acaba de saber totalmente si el honesto comisario Brunetti es cazador o presa del sistema.
PD. Otra autora estadounidense, Patricia Highmisth, ambientó en Venecia una de sus mejores novelas, El juego del escondite. Y John Berendt, el autor de Medianoche en el jardín del bien y del mal, escribió un estupendo relato sobre Venecia, La ciudad de los ángeles caídos, que en parte es una novela negra en torno al incendio de la Fenice. Más allá de la literatura, el gran relato policiaco ambientado en la ciudad es Mujeres en Venecia, una obra maestra del gran Joseph L. Mankiewicz, una versión contemporánea y, sobre todo, muy veneciana de Volpone.  

27.5.13

Crímenes familiares

En El último coyote, Michael Connelly, que se revalida como un maestro del suspenso, somete a su detective Harry Bosch a la difícil prueba de resolver el asesinato de su madre

Porta El último coyote de Michael Connelly
A mediados del siglo XIX, Emile Gaboriau, pasante en una escribanía de París y asiduo lector de relatos espeluznantes, tuvo la suerte de encontrarse con los cuentos de Edgar Poe, traducidos por Charles Baudelaire. Más allá de esas historias de angustia y terror, lo conmovió la figura del caballero Auguste Dupin. La inteligencia y sagacidad de ese detective privado le hicieron recobrar una vieja vocación: abandonó su trabajo en la escribanía y se ocupó de crear a Monsieur Lecocq, un singular detective de la Sureté. En 1866, con L'Affaire Lerouge , la primera de las diez novelas que protagonizaría, fundó el folletín policial en Francia. A finales del siglo XX, Michael Connelly vivió una historia parecida. No era pasante en una escribanía de París sino periodista de The Angeles Times y no fue Poe sino Raymond Chandler quien le despertó la pasión por la literatura de crimen y misterio. Sus años de estudio de narración literaria en la Universidad de Florida cerraron el círculo: en 1992 publicóEl eco negro, novela en la que aparecía por primera vez Harry Bosch, un detective de la policía de Los Ángeles, con rasgos similares a los de Philip Marlowe. En 1993 Harry Bosch se enfrentó a un nuevo caso en una nueva novela:El hielo negro. Al año siguiente tuvo que resolver el enigma de La rubia de hormigón . Era la tercera novela que lo tenía por protagonista, pero aún Connelly repartía su tiempo entre el thriller y el periodismo. Por fin, con El último coyote , su cuarta novela, abandonó definitivamente el periodismo y se dedicó de pleno a contar las aventuras y desventuras de Harry Bosch, bautizado Hieronymus Bosch en homenaje al pintor holandés del siglo XV.
En las pinturas de Hieronymus Bosch, llamado El Bosco, aparecen diferentes historias entremezcladas. En las novelas que tienen por protagonista al detective, llamado Harry, sucede algo parecido. En Cauces de maldad, Harry Bosch conoce a Rachel Walling, agente del FBI, a quien se la ve leyendo El poeta , la novela anterior de Connelly que ella misma protagoniza. En El vuelo del ánge l, Bosch ve el póster de Blood Work , la película dirigida e interpretada por Clint Eastwood, basada en la novela de Connelly Deuda de sangre . Escéptico y solitario como Philip Marlowe, Harry carga más infortunios que el detective de Chandler: es hijo de un padre desconocido y de una madre prostituta a la que asesinaron cuando Harry tenía 12 años. Fue criado en diversos orfanatos, luego se alistó para pelear en Vietnam y a su regreso a Norteamérica ingresó en la policía de Los Ángeles. Las relaciones con sus superiores distan de ser cordiales. En El último coyote sufre una baja temporal y lo obligan a acudir periódicamente al consultorio que la psiquiatra Carmen Hinojos tiene en el centro de Chinatown.
Las sesiones de terapia hacen que Harry Bosch decida investigar un crimen irresuelto que le toca muy de cerca: el de Marjorie Phillips Lowe, su madre. El 30 de noviembre de 1961 se encontró un cadáver de mujer que, según el informe policial, "fue transportado posteriormente al cubo de basura situado en un callejón entre Vista y Gower. La ropa interior de la víctima fue hallada desgarrada". Las circunstancias son casi idénticas a otro crimen, en este caso verdadero: el de la madre de James Ellroy. Se sabe que el célebre escritor quedó huérfano a los 11 años. En su novela La dalia negra , Ellroy recrea esa tragedia y para ello se basa en otro homicidio real, el de Elizabeth Short, una joven mujer asesinada del mismo modo en que lo fueron la madre de James Ellroy y la madre de Harry Bosch. Hasta hoy, James Ellroy no logró descubrir al asesino de su madre. Por el contrario, Harry Bosch descubre al asesino de Marjorie Phillips Lowe. Para saber cómo llega hasta el criminal y de qué modo resuelve el enigma es necesario leer El último coyote , una novela que deja en claro por qué a Michael Connelly se lo sitúa entre los grandes maestros del thriller .

El último coyote 

Michael Connelly

Roca
Trad.: Javier Guerrero
365 páginas

25.5.13

Piglia: "Hablamos en contra de un mercado que todavía no hemos construido"

Mientras cuenta detalles de su nuevo libro, un trabajo autobiográfico que saldrá a la venta en agosto, Piglia responde sobre las colecciones que dirige y las que quisiera dirigir, sobre su tarea de divulgador (o canonizador) y sobre el auge del policial. Además, celebra el trabajo de las editoriales chicas frente al avance de los grupos concentrados

ALGO PERSONAL. Las historias de Piglia no esconden cierto origen autobiográfico./Revista Ñ
Esta entrevista fue hecha en el vértigo de la Feria del libro, de un modo exprés, al paso, como la mayoría de los encuentros que ocurren en ese espacio infernal. Ricardo Piglia llegaba a La Rural casi corriendo, y en los pocos minutos que restaban para su presentación, se sentó a charlar con nosotros, Revista Ñ, para luego sí rumbear hacia su acto, enfocado en la Serie del Recienvenido la colección que él mismo dirige y que publica Fondo de Cultura Económica (FCE). Sus títulos, entre otros Nanina (Germán García), Minga! (Jorge di Paola)  o El mal menor (C. E. Feiling) hablan por sí solos, pero Piglia los respalda con su autoridad. Recupera autores que cayeron en el olvido, o que no tuvieron la circulación que merecían y para ello usa como criterio su valoración personal. Aunque esta sea una entrevista exprés, al frente está uno de los grandes referentes de la literatura argentina, y entonces los temas se disparan solos, se superponen. El autor de Respiración artificial ya no enseña en Princeton, pero su hiperactividad es envidiable. Televisión, prólogos como el que acaba de escribir para los Cuentos completos de Rodolfo Walsh, colecciones como la de FCE, charlas y una nueva novela que saldrá en agosto. “Es una autobiografía de Renzi, un personaje que aparece en mis libros. Se va a los Estados Unidos y allí vive una experiencia que lo marca. Entonces escribe esa novela que es el rastreo de esa experiencia, que en algún punto es la mía”, dice. Y empezamos a lamentar que está sea una nota exprés.
¿Qué significa para vos haber puesto de nuevo en circulación y lectura estos libros?
Yo creo que hay un déficit en la reedición de textos. Hay un doble déficit. Estos textos deberían haberse reeditado hace mucho tiempo. Pero el mercado funciona de una manera errática, muy sobre el presente, con esa idea de que un libro publicado hace seis meses ya es viejo. Si tenemos un libro de los 60 o de los 80, parece que habláramos del siglo XIX. La colección, básicamente, está integrada por los libros que a mi me gustaría leer o releer, me guió por mi propio gusto. Tienen una capacidad de construcción estilística que le da a la narración la potencia que debe tener.
¿Son superadoras de lo que ves en el presente?
Son textos que, publicados en otra época, resuenan hoy. Es como si se hubieran conectado con el presente. Pero también me gustaría encarar una colección de primeras novelas. Soy un lector de primeras novelas bastante continuo, y eso me mantiene al tanto de lo que se está escribiendo. Lo interesante es que todavía no son escritores quienes las escriben. Están en una escena incierta, escucho una voz nueva cuando las leo.
Y no van a tener un gran lugar en este mercado acelerado y sobredimensionado…
Sí, y nosotros nos quejamos mucho del mercado con razón, pero en un sentido conceptual. Porque en Argentina no hay un mercado. Me parece que hablamos en contra de un mercado que todavía no hemos construido. Deberíamos construir un espacio de circulación de la literatura que permitiera las reediciones, que hiciera lugar a textos que no están en la velocidad de la circulación. Por el momento lo que encontramos es una renovación de los catálogos y de las mesas donde los libros se exhiben a una velocidad tal que es muy difícil hacerse una idea de qué está sucediendo en esta producción un poco abrumadora por momentos.
Esta colección, quieras o no, entra en la misma vorágine, ¿qué espacios hay para sortear esa encerrona?
Miro con mucho interés y simpatía lo que hacen las editoriales chicas o independientes, una alternativa a la concentración de los grandes grupos que trabajan con criterios globales y no se ocupan tanto de los escritores nuevos o de los poetas. Allí editoriales como Mansalva, Entropía, La bestia equilátera, Eterna Cadencia, que hacen un trabajo muy interesante en la línea de lo que venimos hablando.
¿El acto de leer se parece cada vez más al de mirar televisión?
Vos sabés que Macedonio hablaba del lector salteado, allá en los años 30. Hay algo de eso, pero yo creo que tenemos dos prototipos de lector, el que se encierra, se evade, el modelo de la isla desierta, como si solo se pudiera leer en una isla desierta porque no hay otra cosa que hacer. Y por otro lado estamos los que leemos mientras hacemos cada vez más cosas. Miramos televisión, contestamos mails. Yo creo que esa lectura interferida, intervenida, es un poco la lectura contemporánea.
Se dice, más bien se sabe, que has hecho mucho por muchos autores. Quizá Saer sea el mejor ejemplo de esto, empujaste la difusión de su obra.
Lo que más ayudó fueron los libros que escribió.
Claro, pero ¿sentís un peso de canonizador a la hora de hablar de otros autores?
Todos los escritores, como lectores, leemos un libro que nos gusta y se lo queremos pasar a un amigo. Entre los escritores funcionamos así, con una actitud de generosidad en estas actividades que nos gusta compartir. Después otra cosa es el efecto que eso pueda tener ¿Qué es la canonización? Y es una problemática que surge para ordenar el mercado. Es una respuesta a esta circulación acelerada de la que hablábamos.
Pero puede haber una canonización virtuosa…
Sí, pueden ser de toda índole. Hay tantos canones que ya, prácticamente, cada uno tiene el suyo.
Perdón que insista con esto, pero otro autor con quien tuviste una relación de este tipo fue con Andrés Rivera, cuya obra, a pesar de ser conocida, no alcanzó la magnitud de Saer. ¿Sentís que podrías haber hecho más por algunos autores?
Nunca lo he hecho a modo de política, sino a partir del entusiasmo que me despertaban los libros que estaba leyendo. En el caso de Saer éramos muchos los que pensábamos que era una injusticia. Venía escribiendo textos extraordinarios desde hacía 20 años y sólo un grupo pequeño de lectores estaba al tanto. Pero sí, está esa sensación de que es preciso divulgar algunas obras. Después, los escritores hablamos de aquéllos autores que tienen algo en común con nosotros, con lo que hacemos. No es una cuestión de generosidad abstracta. Eso está muy claro en Borges, que defendía a escritores muy menores porque no quería ser leído con el modelo de la novela de Tomas Mann. Entonces hablaba de Chesterton, Stevenson, la novela policial, y así estaba ayudando a que sus textos tuvieran otro contexto, que no fuera el de Dostoievsky o Mann.
El policial parece haber hecho pie entre los autores argentinos. Recuerdo una entrevista con David Viñas, en la que él me dijo. “Viejo, mirá si estará mal la literatura, que hasta Piglia escribe policiales”. Se refería a Blanco Nocturno, creo, pero vos ya lo hacías desde Respiración artificial…
(Risas) Sí, claro. Pero yo recuerdo la época en que nos veíamos muchísimo con David, a él, pese a que en un momento escribió policiales para ganarse unos pesos, no le gustaba ese asunto. Consideraba que la literatura policial, con tanta violencia, tenía algo de fascista. Y esa visión circulaba mucho en algunos sectores de la izquierda. Nosotros leíamos los policiales justamente al revés, como una gran literatura social. Esos textos tienen un elemento cínico, pero es un elemento cínico romántico, de alguien que ha perdido las esperanzas, como Marlowe. Pero en este tiempo el policial ha encontrado otro espacio, se incorporan al género autores que no escriben en inglés, los nórdicos, los franceses, italianos. Ha empezado a universalizarse el género.
¿No tendrá que ver también el mercado?
Si no entendemos el mercado siempre como una especie de maldición. Porque hay estrategias y estrategias en el mercado. Ahora pareciera haber un público que no tiene las características del lector de policiales en los Estados Unidos, que es un público que por lo general sólo lee policiales.  
Escritor, divulgador, profesor, ¿con cuál de estos roles si es que se pueden separar ten sentís más cómodo?
Circulo por ahí. Es una característica de los intelectuales y escritores en la Argentina. Hacemos periodismo, damos clases y nos ganamos la vida como podemos. Me parece que todo eso que a primera vista puede señalarse como algo que interrumpe el trabajo creativo, finalmente lo alimenta.
¿Revindicas entonces la figura del escritor intelectual, muy venida a menos?
Yo la reivindico. Me gustan esa clase de escritores. Pero sabés que soy un gran admirador de la literatura policial, donde los escritores pueden ser un maquinista de tren, un nadador profesional. El escritor puede hacer lo que sea para ganarse la vida, pero después hay que ver los libros que escribe.
Pero ahora el escritor que sale de Letras, con formación académica, no tiene ya ese perfil, quizá sí unos juegos lingüísticos, otros recursos…
Pero esa tradición, la del escritor intelectual, es muy argentina. Desde el siglo XIX, incluso en el XX, con Borges mismo, a quien podemos considerar un intelectual en el sentido más amplio. Ahora, la tensión entre los escritores surgidos de un ambiente académico y los otros, la hablamos en otra entrevista.

22.5.13

Vuelve Brunetti a las aguas turbias de Venecia

El Huevo de Oro, El que tiene mucho, desea de más

Portada de El huevo de oro, de Donna Leon. Última novela con el comisario Brunetti./elpais.com
Nada es lo que parece. El ser más respetable puede esconder secretos inconfesables, incluso crueldad. El comisario Aldo Brunetti vuelve a las aguas venecianas para adentrarse en una compleja investigación en torno a lo que, en un principio, parece una simple muerte. El descanso de Brunetti ha sido corto. No ha transcurrido ni un año desde su última aparición y ya está de nuevo aquí. Donna Leon, la escritora norteamericana afincada en Venecia, sabe que sus lectores esperan con pasión las andanzas de este policía veneciano y no les defrauda, aunque, de vez en cuando, ella misma se da un respiro y mira hacia otro lado. Como con su anterior obra, Las joyas del paraíso, novela de suspense en torno a la música barroca para la que se inventó al personaje de Caterina Allegrini y se alejó momentáneamente de su amado Brunetti. Su última incursión en la comisaría que dirige el vicequestore Giuseppe Patta, ese hombre apuesto y de noble porte pero algo misterioso y oscuro, se titula El huevo de oro y sigue a la que publicó en 2012, La palabra se hizo carne.
El huevo de oro (Seix Barral), cuyo primer capítulo te avanzamos aquí, subtitulado 'El que tiene mucho, desea más', que estará en las librerías a partir de mañana, parte, como siempre en la literatura de Leon, de una imagen, una conversación. Lo explicó la propia autora en una entrevista con este diario. “La idea me vino de una persona que ni siquiera aparece en la novela, al que todos tenían por muy respetable, pero me enteré de que no era en absoluto como parecía”, explica Leon.
Aunque es Brunetti el pilar de esta saga que nació en 1992 con Muerte en La Fenice, no podemos olvidar la figura de su esposa Paola, esa mujer aristocrática, crecida en una familia adinerada y educada con nurses inglesas, pero con los pies en el suelo, que se emplea a fondo con el lenguaje y la cocina. Con una personalidad libre y poderosa, Paola es la causante, en esta ocasión, de la historia a la que se lanza el comisario y todo su equipo. Es ella la que le pone en la pista al comentarle la muerte de un hombre sordo y con minusvalías psíquicas que ayudaba en las tareas de la tintorería cercana al domicilio familiar. Lo que, en principio, comienza con unas llamadas de Brunetti para calmar la inquietud de su esposa, se convierte en una compleja investigación cuando el comisario descubre que el hombre fallecido por una sobredosis de pastillas no figura en ningún registro y que todo aquel con el que habla tiene algo que ocultar.
Y entre viajes en vaporettos, atardeceres con los últimos spritz de la temporada otoñal, comidas caseras –a Brunetti parece gustarle todo, desde el carpaccio de remolacha, rúcula y parmesano o los involtini de pechuga de pollo- y encargos políticos y poco claros de su jefe Patta, el comisario va desentrañando el complicado asunto, pero siempre con la ayuda de sus queridos colaboradores (la signorina Elettra, Rizzardi, Vianello o Pucetti). Una vuelta a las turbias aguas de Venecia de un Brunetti en estado puro.

13.5.13

Padura: "Si hubiera habido un asomo de Trotsky en Cuba, hubiera sido el Che"

 Su novela El hombre que amaba los perros sobre Trotsky y su asesino, causó impacto en nuestro país

POCO DIVULGADO. "El Che tuvo una relación muy cercana con un grupo de trotskistas cubanos", aseguró Padura./Revista Ñ
La última vez que Leonardo Padura estuvo en la Argentina fue en 1994. Todavía hacía ruido la caída de la URSS, el período especial arreciaba en Cuba  y aquí nos hacían creer que un peso era igual a un dólar. El cubano apenas había publicado las primeras historias de su detective Mario Conde en La Habana y paseaba por esta feria como un perfecto desconocido. “Yo era otro escritor” dice ahora, en esta entrevista. Gran parte de ese salto a la fama se lo debe a El hombre que amaba a los perros. Publicó ese libro en 2009, y desde allí no para de ganar lectores y premios, en Cuba y en Francia, en México y en España. Pero aquí ha ocurrido algo curioso, la difusión de esa obra se hace de boca en boca. Así, Padura es hoy el autor más vendido de Tusquets en esta feria, superando a Milan Kundera, a Henning Mankell o el mismo Haruki Murakami. Cubano mata japonés, sueco y checo también.
En su libro más celebrado, Padura desanda los caminos del asesinato de Trotsky. Indaga este hecho crucial para el siglo XX a través de la víctima y su victimario, Ramón Mercader. Lo hace desde una perspectiva cubana, la suya, un autor que siempre vivió en La Habana. Pero es un libro universal. “Me llevó 5 años escribirlo, con una búsqueda documental intensa y extensa. De Trotsky había abundante información, de Mercader casi nada”, recuerda. ¿Por qué eligió contar esta historia? Padura dice que allí puede haber algo de nostalgia, pero también del resentimiento que le provocó encontrar a los culpables. “De pronto entendí algunas de las razones por las que se pervirtió la utopía. El papel del stalinismo, la herencia de su figura, fue algo terrible”, dice, y lo asume en carne propia. Está hablando de una revolución traicionada cuando cuenta la muerte de Trotsky.
Para motorizar la historia, Padura inventó al escritor Iván Cárdenas Maturell, quien en 1977 conoce a un tal López, un enigmático personaje que pasea por la playa dos hermosos galgos rusos, un hombre dispuesto a confiarle los detalles más profundos de la vida de Ramón Mercader, el verdugo de Trotsky. Trotski tiene perros, Mercader los tiene, también Iván, ¿qué son los perros, Padura? “Recursos que utilizo para ir por encima de las perspectivas históricas y encontrar elementos de permanencia”, dice. Y habla de otras dos novelas suyas, una anterior donde el personaje es el poeta José María Heredia y de Herejes, su nuevo trabajo que verá la luz en septiembre y que está enfocado en Rembrandt, el pintor. “Me identifiqué con Heredia cuando descubrí que le gustaba un plato cubano que también me gusta a mí. La sopa de quimbombó. En el caso de Rembrandt me acercó el hecho que sufriera dolores de muela, de que no tuviera casi dentadura, porque le gustaba comer caramelos en Holanda”. Perros, guisos, dolores de muela. Así se mete en los personajes Padura. Así y con mucha investigación bibliográfica.

Mientras investigaba para este libro, iba sumando bronca el cubano. “Encontré un documento que me conmovió. Un editorial de un periódico mexicano comunista de los años 30, stalinista claro, celebraba la muerte de Sandino. Decía que había muerto como un pequeño burgués, y solo como un perro, porque la visión de Sandino violaba los códigos que se querían imponer a través de la Tercera Internacional. Cuando ví esa mezquindad empecé a preocuparme por esas historias perversas”.
 Esa perversión, es ceguera la refleja Mercader en la historia. Una ceguera que arrasó a figuras como Andreu Nin, el trotskista español que timoneó el POUM, a Erwin Wolf y a los mismísimos hijos de Trotski, entre tantos otros. A través de Iván, el escritor cubano que timonea la historia, Padura busca explicar a Mercader al mismo tiempo que se va acercando a la figura de Trotsky cuya magnitud lo envuelve y enamora a la vez. Liev Davídovich Bronstein, Trotsky.
 Sostiene Padura que uno de los problemas que tiene la literatura cubana es su falta de universalidad. Esa es su gran preocupación, algo que aprendió de Alejo Carpentier, que a su vez lo había tomado de Miguel de Unamuno. Celebra que en la isla la literatura tenga hoy un espacio mayor que la prensa en Cuba. Pero sufre la falta difusión. “Cuando alguien en el año 2040 lea una de mis novelas y lea un periódico Granma va a pensar que se trata de dos países diferentes. Y creo que el país mío se parece más a la realidad que el del periódico”, advierte. Y suma que ese es un problema que el propio Gobierno cubano critica. “Conozco poco el fenómeno de los blogs, pero allí hay un embrión para hacer un periodismo diferente”, sugiere. Y dice que su independencia como escritor, quizá radique en que  nunca militó en la Juventud Comunista. “Ellos no me quisieron”, aclara y dice que pasó mucho tiempo hasta que notó la importancia de ese hecho. Hoy, Padura tiene mejores condiciones de vida que la mayoría de sus compatriotas. Y celebra algunos de los cambios que se están produciendo, aunque la cambia la cara cuando cuenta que está encerrado en trámites burocráticos para comprarse un auto: “No pueden darse una idea”.
 
¿Hay dos Paduras, un autor de policiales y otro que hace un trabajo más documental y periodístico?
No. Mi obra tiene una preocupación fundamental, la búsqueda de los orígenes. En los policiales hay una búsqueda, la de la verdad. Y en novelas como El hombre… también utilizo ciertas estructuras de la novela policial para hacer más marcada esa búsqueda de una verdad que puede ser filosófica, histórica o política.
Conde, el detective de sus policiales, e Iván, el escritor que desovilla la historia de Mercader, tienen puntos comunes entonces…
Conde es la expresión de mi generación, una figura metafórica, pero Iván es un personaje simbólico, al que le agrego elementos que lo superan como individuo. Tiene una vida tan llena de frustraciones y contradicciones que traspasa lo verosímil. Yo necesitaba esa vuelta de tuerca, para que ese solo personaje significara lo que pudo haber sido la frustración de un pensamiento, de una vocación de las ideas de una persona en Cuba.

¿Iván, o Padura, siente compasión por Mercader?
Se siente tentado a la compasión. Y es posible que la sienta, pero no estoy seguro. Ese fue un matiz que discutí mucho conmigo mismo y con los amigos que siempre leen mis libros. En el fondo Mercader también fue una víctima, pero fue un hombre que obedeció y en esa obediencia llegó a la perversión ética más elemental. No le sirvió de nada, porque lo destinaron al ostracismo, primero en Moscú y luego en Cuba, viviendo bajo otra identidad. Quizá eso mueva a compasión, pero no tengo la respuesta todavía.

Me permito una crítica, los espías rusos, la NKVD, parecen tomados de una película de Hollywood
Los espías son parecidos en todo el mundo. Es un trabajo sucio en el que tienes que mentir, utilizar a los demás, esa esencia es común. Pero no niego que pueda haber una influencia de John LeCarré. Sus espías, hombres infelices e incompletos, me fascinan.

¿Hubo un Trotsky en la revolución cubana?
No lo creo. La culpa del giro político de Cuba, para muchos, la tiene la política norteamericana. En aquéllos años los Estados Unidos estaban acostumbrados a gobernar América latina de una manera, y la revolución les rompió los esquemas. En esa época Che Guevara empieza a hacer desde el poder de sus cargos determinadas lecturas y declaraciones que, vistas en perspectiva, resultaban antisoviéticas. Si hubiera habido un asomo de Trotsky en Cuba, ese hubiera sido el argentino. Se cuenta que el Che tuvo una relación muy cercana con el grupo de trotskistas originales cubanos. A principio de la revolución la proyección socialista del gobierno cubano no estaba definida. Pero sí había allí un grupo de revolucionarios trotskysta con quienes el Che se relacionaba. Llegó un momento en el que el Che salió de Cuba y cuando regresó habían sacado de sus puestos a muchos de estos trotkystas. Y gracias al Che muchos recuperaron sus puestos. Es quiere decir que había un conocimiento y una simpatía hacia el pensamiento trotskysta.

La Habana, Cuba, es un imán para el mundo, ¿corre con ventaja escribiendo desde allí?
Siempre la cultura cubana ha sido más grande que la geografía de la isla. Escribir desde La Habana es tener cierta ventaja. Como Buenos Aires, tiene una tradición cultural reconocida.
¿Qué rescataría de su experiencia para el futuro de la vida socialista?
Hay una experiencia que considero fundamental, tanto que a ella le he dedicado mi última novela. Es la de poder realizar su libertad individual. El individuo que no puede ejercitar su propia libertad no puede construir una sociedad libre. Hay que resolver los problemas individuales para luego resolver los colectivos. Uno de los problemas del socialismo es que se hizo al revés. Si a una persona creyente le dices que tiene que dejar de creer ya para esa persona ese mundo no es mejor.

11.5.13

El pasado no perdona

La amarga y sangrienta realidad colombiana de la reciente historia sigue siendo  explorada con visos de novela negra

Portada de Casi nunca es tarde, de Juan David Correa./Laguna libros.
Juan David Correa, es un escritor que he seguido desde su Todo pasa pronto, ópera prima que recuerdo vivamente  una frase de esa novela, se resuelve una condición muy paisa, que se pone en situación de vida o muerte toda lógica de convivencia.
Ahora nos llega con su segunda novela Casi nunca es tarde,  donde logra entregarnos una versión muy  panorámica del endémico conflicto armado colombiano, valiéndose del asesinato enigmático del rector de un liceo, recurso viejo del esquema policiaco.  En un tono casi seco y conciso nos cuenta las minucias de Juan, y su padre Samuel, un activo sindicalista desaparecido, por causas ideológicas.  Mientras su madre, Amanda Rey descree del país, Colombia; odia a Bogotá, su suciedad, su gente. Se sienten pinceladas muy poéticas de sus calles, y los lugares donde transitan los personajes. En esto el autor le da un viso casi sociológico a esa condición de los colombianos que reniegan y creen que es mejor vivir en un país extraño que en el propio; y se enfrenta desolada y árida al obligado autoexilio francés pero regresa al acontecer de la realidad más  brutal de las bombas del narcoterrorismo de Pablo Escobar en los aciagos días de 1989.
Y Correa se adentra con rigor y vigoroso en los personajes que son llenos de vida, con profundas contradicciones existenciales y morales. Amanda que tiene su mente en París, y el orden y la limpieza francesas, enfrentada al subdesarrollo ramplón y chambón de los colombianos; y al descubrimiento de su nueva condición sexual con una amiga. Juan, el joven que es acusado pero que  se le siente en profundidad la culpa y el dolor con el recuerdo perenne de su padre desaparecido.  Los detectives, Henry Lizarazo, Olimpo Piedrahíta;  para mí, el mejor personaje de la novela, por su humanidad, y no sé si se deba a su origen campesino,  y Luis Carlos López. El autor nos da vistazos de esas vidas cruzadas de sangre y convividores de las violencias más crueles, que tienen la ternura a flor de piel frente a sus propios hijos y por los animales. Aunque el autor se resuelve por contarnos desde el omnisciente dios todopoderoso de la tercera persona.  En un ritmo ágil y ameno va desatando el nudo gordiano de las andanzas sangrientas e intringulis de todos los actores armados del conflicto que seguimos padeciendo desde hace cincuenta años, donde el pasado no perdona…

Casi nunca es tarde
Juan David Correa
Laguna  Libros
249 páginas

8.5.13

Asa Larsson: la Biblia como fuente de inspiración

Enlaza el pasado con el presente a través de su personaje principal, la abogada Rebecka Martinsson, fiscal del distrito de Kiruna, la ciudad más septentrional de Suecia, cerca del Círculo Polar Ártico, donde Larsson nació en 1966

Asa Larsson en Barcelona en 2012./Massimiliano Minocri./elpais.com/elemental
 
La escritora sueca Asa Larsson abordó en su anterior novela (Cuando pase tu ira) la presunta neutralidad de su país durante la II Guerra Mundial; en Sacrificio a Mólek (Seix Barral y Columna en catalán) se remonta a principios del siglo XX y la I Guerra Mundial, y, como en la anterior, enlaza el pasado con el presente a través de su personaje principal, la abogada Rebecka Martinsson, fiscal del distrito de Kiruna, la ciudad más septentrional de Suecia, cerca del Círculo Polar Ártico, donde Larsson nació en 1966.
Ahora nos desvela en esta entrevista algunas de las claves de su obra.
Narra en esta novela el nacimiento de Kiruna cuando empezó a explotarse las minas de hierro, industria que aún se mantiene y del hombre que la construyó, Hjalmar Lundbohm. “Es un periodo muy interesante. Había esperanza de futuro, movimientos obreros y feministas, la gente dejó de emigrar a Estados Unidos, incluso la guerra, en la que Suecia se mantuvo neutral, no parecía algo tan espantoso. Esos anhelos de futuro y de la posibilidad de lograr un Estado de bienestar ocurrieron también en otros países, solo que yo lo he concentrado en una pequeña población. Lundbohm existió realmente. Me he inventado su amor con Elina, la maestra. En realidad ese amorío lo tuvo con una periodista”, explica la escritora.
La codicia como motor
Rebecka Martinsson ha conseguido dominar sus pesadillas. En la primera novela de Larsson, Aurora boreal, mata en defensa propia a dos pastores eclesiásticos. En la segunda, Sangre derramada, se siente responsable del suicidio de un hombre, e ingresa en un psiquiátrico. En Sacrificio a Mólek (traducción de Mayte Giménez y Pontus Sánchez), vive en la casa de su abuela en Kurravaara, no lejos de Kiruna, con su dos perros, la compañía de su octogenario vecino y la amistad de Krister Eriksson, un policía entrenador canino. Sol-Britt,una mujer que vive con su nieto, es asesinada con una horca para la paja. En la cabecera su cama aparece escrita la palabra PUTA. Rebecka averigua que el hijo de Sol murió atropellado y que al padre de la mujer se lo había comido un oso y que el nieto, Markus, también corre peligro. Demasiadas muertes accidentales en una familia, concluye. Pero es apartada del caso en beneficio de un colega fiscal resentido y desastroso, Carl Von Post, conocido como La Peste. “Me gusta odiarlo. Tener a un tipo tan deleznable en una novela es genial”, asegura la autora.
Enfurecida y decepcionada, Martinsson continúa investigando por su cuenta. Las muertes accidentales no eran tan accidentales y tienen su inicio en ese pasado. La codicia es uno de los motivos de tanta violencia. “Pero no solo la codicia que genera el dinero, sino como pecado humano. Por eso explotamos la naturaleza o por eso no juntamos con gente que creemos que nos conviene. La codicia es una manera de vivir”. Un hombre detenido por el asesinato de Sol-Britt es interrogado por el nefasto fiscal Von Post. Después se suicida. En la conferencia de prensa, La Peste se refiere a él continuamente como el asesino.
Otro de los personajes de Larsson, Mans, el abogado de Estocolmo novio de Rebecka, ve la noticia por Internet, reflexiona: “Le llaman asesino antes de ser juzgado. ¿Qué pasa con lo de inocente hasta que se demuestre lo contrario? Creía que Suecia todavía era un Estado de derecho”. ¿Es un hecho aislado? “Han pasado estas cosas y peores. Recientemente hemos tenido un escándalo muy fuerte. Un hombre mentalmente inestable fue condenado por una serie de asesinatos en serie. Durante un interrogatorio se confesó culpable a pesar de que no había pruebas en contra de él y la policía no siguió investigando, ya le pareció bien”.
Suecia idílica
  Entre Asa Larsson y sus colegas suecos están desmontando la imagen más o menos idílica de Suecia.
“¿Estáis pensando si querernos u odiarnos? Cada país carga con sus propios tópicos. Como los que tenemos nosotros sobre España, de familias grandes, donde todo el mundo se conoce, donde se vive más relajadamente, donde hay mucho sol y grandes cocineros”.
Ni Suecia es tan idílica ni España tan relajada. Por cierto, Rebecka Martinsson parece un poco aburrida de su importante novio de Estocolmo y tiene sus escarceos con el policía Krister Eriksson. “En Suecia, los lectores votan. Es muy significativo: ningún hombre vota por abogado, todos prefieren al policía. En cambio, las mujeres están divididas”.
Como en las anteriores novelas de la escritora, el factor religión está muy presente. “La Biblia es una fuente de inspiración para la novela negra: crimen, castigo, culpa, venganza”. Mólek es un dios que otorga riqueza, buenas cosechas y victorias en la guerra y para tenerlo contento se le ofrece el sacrificio de niños. “La presencia de Mólek no es demasiado patente en el libro, subyace en la vida de la gente”. Larsson tuvo dificultades con esta novela. “La pesadilla de todo escritor: el bloqueo. Los personajes empezaron a importarme poco y todo me daba igual y me salía mal”. Estuvo cuatro años sin publicar novela en Suecia, aunque en España pasó desapercibido porque se traducen con cierto retraso. Lo superó. “Seguí una terapia y, sobre todo, monté a caballo. Gracias a mis historias de Kiruna pude comprarme un caballo”.
Desde Sjöwal y Wahlöö, Henning Mankell y Stieg Larsson, los escritores suecos de novela negra parecen haberse multiplicado. “Yo tengo mi propia teoría, que seguramente no es cierta. En los años setenta se publicó en Suecia mucha novela policiaca juvenil y todo lo que leímos está saliendo a la superficie. Creo que dentro de 10 o 15 años habrá mucha literatura fantástica, porque se lee mucho los libros de Harry Potter o los de la saga Crepúsculo”.

7.5.13

La novela policial

Confieso de inmediato mi absoluta debilidad por ese género que no sólo me ha proporcionado momentos memorables, sino que como escritor mi deuda es inmensa. Pienso que si un día tuviese que dirigir un taller de narrativa, sugeriría a los alumnos estudiar con atención los procedimientos específicos inventados por los autores de ese género, con la seguridad de que eso les ayudaría a construir una novela con más eficacia que todos los libros de narratología

 
Sergio Pitol en su casa en Xalapa.
/Marco Peláez/jornada.unam.mx

En un encuentro de escritores franceses y mexicanos, organizado en agosto de 1977 por el Instituto Francés de la América Latina, sobre las literaturas del secreto, observé que todas las sesiones, salvo una, mencionaban en sus títulos a la novela policial. Confieso de inmediato mi absoluta debilidad por ese género que no sólo me ha proporcionado momentos memorables, sino que como escritor mi deuda es inmensa. Pienso que si un día tuviese que dirigir un taller de narrativa, sugeriría a los alumnos estudiar con atención los procedimientos específicos inventados por los autores de ese género, con la seguridad de que eso les ayudaría a construir una novela con más eficacia que todos los libros de narratología.
En la primera edición del Diccionario de la lengua castellana publicado por la Real Academia Española, una acepción de secreto es: “ lo que cuidadosamente se tiene reservado y oculto”, o “cosa arcana que no se puede concretar o explicar”. Misterio es, pues, en terrenos literarios una palabra fundamental, una referencia obligatoria. No por nada aparece de modo tan abundante en los títulos de novelas policiales: El misterio de Edwin Drood, de Charles Dickens; El misterio de la carretera de Cintra, de Eça de Queiroz; El misterio de Glenith, de Wilkie Collins; El misterio de Cloomber, de Arthur Conan Doyle; El misterio del tren azul, de Agatha Christie y varios más.
Los estudiosos que han rastreado con minucia las fuentes y trazado el árbol genealógico de la literatura policial, han encontrado remotos antepasados de asombroso prestigio; algunas historias bíblicas, el Edipo rey de Sófocles, entre otros.
Durante el siglo XIX, el período de mayor esplendor de la novela, surge el género policial con sus propios atributos y sus procedimientos esenciales. Y desde su nacimiento, apenas desprendido del seno materno, su potencia fue tal que empezó a establecer una presión sobre la novela madre, la oficial, para usar ese adjetivo que alude exclusivamente a la narración no policial. Al hurgar en los orígenes descubrimos que ya antes de La piedra lunar, de Wilkie Collins, considerada por todos como la primera novela del género, hay tramas que contienen los elementos esenciales del relato policial: un crimen, una investigación, el descubrimiento y la captura del criminal, sin afiliarse ortodoxamente al tipo de novela que nos ocupa. Son claros antecedentes del género, sí, pero su intención, sus metas, su atmósfera, se orientan hacia regiones que rebasan con mucho lo policial. El crimen resulta un accidente para transportarnos a reflexiones éticas surgidas del corazón de la novela. Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov son los ejemplos que de inmediato acuden a la memoria.
Hay una novela anterior a las de Dostoievsky, sin crímenes aparatosos, que me parece ya un preludio de lo que está por venir: Las almas muertas, de otro ruso genial, Nikolai Gogol. En ella, un extraño personaje, de nombre Chíchikov, hace su aparición en una pequeña ciudad de la Rusia profunda. Los primeros días de estancia en aquel lugar los emplea en enterarse del carácter, costumbres, fortuna y circunstancias de los terratenientes más opulentos de la región. Poco después, inicia una ronda de visitas. La descripción de esos encuentros constituye la parte magistral de la novela. Gogol nos sitúa frente a un mundo gris, degradado, y a la vez inmensamente paródico. El humor es siempre desbordante y esperpéntico; el lenguaje portentoso y la trama de una originalidad absoluta. El propósito de Chíchikov al visitar a los hacendados es el de comprar almas muertas. En el lenguaje administrativo de la vieja Rusia un alma significaba un siervo. Una propiedad comprendía el número de decietinas de bosques o de tierras cultivables, de animales de tiro o de pastoreo, y también el preciso y detallado de almas con que contaba el propietario. Desde la llegada del fascinante Chíchikov a la región se genera un misterio que va en aumento a medida que proceden sus visitas. ¿Por qué razón invierte su dinero en la compra de siervos ya fenecidos?, ¿qué provecho podría alguien obtener de aquellos difuntos?, ¿cómo podría transportarse ese ejército de seres inexistentes a las propiedades del comprador? No es menester señalar que los primeros sorprendidos fueran los propietarios. La transacción los tienta y a la vez los atemoriza. ¿No había en el hecho de contar a los siervos muertos a partir del último censo, de hacer listas pormenorizadas con sus nombres, sus fechas de nacimiento, estado de salud, tipo de trabajo realizado en la hacienda, un tufillo diabólico? Sin embargo, las artes del melifluo Chíchikov logran siempre estimular la codicia de los terratenientes, quienes terminan irremisiblemente por vender a sus muertos.
La sucesiva intensificación del misterio y de la demora por aclararlo es el procedimiento que se convertirá más tarde en esencial para estructurar una novela policial. Ante el avance del misterio, el lector tratará de asirse a cualquier detalle para descifrar los designios de los protagonistas, para orientarse un poco, al menos. Por más caricaturescos que sean los retratos de los personajes, el planteamiento de las situaciones, el avance preciso y detallado de la narración y lo disparatado de los diálogos, Gogol nos coloca siempre en la realidad, aunque se trate de una realidad deformada, estilizada, martirizada; una realidad enemiga de lo que conocemos como tal; nada en esa estructura nos hace pensar que nos movemos en los dominios de la literatura fantástica. Al final, nos enteramos de que Chíchikov es un impostor con antecedentes delictuosos que pretende hacer una magna estafa hipotecando como seres vivientes las almas muertas que ha comprado.

Más cercano a la literatura policial se encuentra Dickens. En efecto, el inglés tiene un pie clavado en esa novedosa forma narrativa. Su último libro, por desgracia inconcluso, El misterio de Edwin Drood, desarrolla una trama tenebrosa estructurada de acuerdo con las novedosas reglas creadas por el género policial. Víktor Sklovsky señala en Teoría de la prosa, ese libro capital del formalismo ruso, que buena parte de sus novelas, en especial La pequeña Dorrit, están compuestas a base de varias líneas temáticas que contienen uno o varios misterios, para luego, antes de llegar al final, hacerlas convergir en un cauce general, llegar a una apoteosis y resolver todos los enigmas.
Según Sklovski, los dos procedimientos fundamentales de la novela de misterio consisten en un retardamiento voluntario de las soluciones y en un “extrañamiento” radical que al distanciarnos de los acontecimientos narrados atenúa cualquier emoción. El pathos desmedido que había devastado zonas inmensas del Dickens juvenil aparece en su último período siempre contenido. Lo asesinatos no nos alteran, sino que sólo acrecientan nuestro interés en la lectura; sus crímenes, como los de Las mil y una noches, carecen de sangre verdadera, al grado que una novela policial con un único asesinato no resulta tan apetecible como la que contiene dos o más crímenes subsidiarios. Por otra parte, la voluntaria detención de la acción, su parsimonia, derivará en un refuerzo de la atención, en esa espera nerviosa de soluciones que se conoce con el nombre de suspense.
Decimonónica de origen
Las dos fechas fundacionales de esta literatura son: 1841, año en que Edgar Allan Poe publicó Los crímenes de la calle Morgue, donde aparecen con toda precisión algunos mecanismos del género, y 1868, en que se publicó La piedra lunar, de Wilkie Collins, la primera novela policial reconocida como tal, la más extraordinaria según T. S. Elliot, Chesterton y Borges, donde el enigma es resuelto por un inspector, personaje que iba a constituirse en un elemento distintivo e indispensable a estas narraciones.
Poe, lo sabemos todos, fue un escritor genial. El relato de investigación policial no habría podido surgir de mejores manos. El autor estadunidense aprovecha el vasto acervo de misterios madurado y difuso en la literatura anterior y los somete a un deslumbrante método de investigación especulativa. El género nace, pues, con una aureola de alta intelectualidad. Poe crea los mecanismos adecuados para detectar las motivaciones que han llevado a alguien a cometer un crimen y descubrir al culpable por medio de razonamientos meramente intelectuales. Con él nace un método y también una figura esencial para la literatura del futuro: el investigador privado. El protagonista de los relatos de Poe es el elegante caballero Auguste Dupin, un dandy refinado, que a sus diversos placeres añade el estudio de la mentalidad criminal. Dupin es el primero de una larga fila de gentlemen necesarios para la investigación del crimen. Durante cien años o más permanecerá viva esa estirpe de personajes excepcionalmente bien vestidos, refinados gourmets, conocedores de la buena literatura, coleccionistas de obras de arte. Su educación perfecta los aleja de la vulgaridad del entorno policíaco y les permite, en cambio, acceder al humor, ese don que los dioses administran sólo a sus predilectos. Algunos poseen títulos de nobleza y se mueven como peces en el agua en los salones más inaccesibles, como Lord Whimsey, el detective de Dorothy l. Sayers; otros proceden de la vida académica –Oxford o Cambridge–, como Nigel Strangeweays, el de Nicholas Blake, o son poseedores de fortunas familiares como Sherlock Holmes, el de Conan Doyle; Poirot, el de la Christie, o Nero Wolfe, el de Rex Stout. De un modo u otro todos ellos se solazan en la excentricidad, les deleita derrotar a los inspectores de la policía, ponerlos en ridículo, demostrar la ineficacia de sus métodos, su carencia de imaginación, la falta tanto de cultura como de maneras; parecería que se empeñan en su labor detectivesca sólo para poner en evidencia a aquellos pobres diablos a sueldo del Estado.
En ese punto –pero sólo en ése–, puesto que en lo demás son del todo antitéticos, coinciden con una corriente de detectives privados, surgidos, varias décadas después de las experiencias del refinado Auguste Dupin, de los estratos más desapacibles de la sociedad estadunidense, representados, sobre todo, por el Sam Spade de Dashiell Hammett, o el Philip Marlowe de Raymond Chandler, los héroes duros de los años treinta o cuarenta.
En la escena es frecuente que un cómico famoso emplee a un personaje de aspecto por lo general insignificante, cuya única función consiste en hacer preguntas un tanto extravagantes o comentarios insensatos para darle pie a la estrella de contradecirlo y así realzar su talento. A más boba o absurda la pregunta, más brillante y sarcástica será la respuesta del cómico. En México a esa figura escénica secundaria se le llama “patiño”. Dupin, el personaje de Poe, nace a las letras con un patiño cuya función es narrar con exaltada admiración las hazañas de su maestro. Sherlock Holmes cuenta con el suyo, el Dr. Watson, el más famoso y querible de esos papanatas, nacidos sólo para el mayor lustre de sus superiores. Poirot cuenta con Hastings; Nero Wolfe con Archie Goodwing. Son parejas que repiten la del caballero del teatro clásico español y su leal y socarrón escudero. Son también la encarnación de todos nosotros, los lectores, que ante los enigmas de la trama hacemos las mismas preguntas, y al igual que ellos deseamos con ansiedad conocer los secretos que el detective nos oculta.
El género policial surgió bajo los mejores auspicios. Algunos narradores de inmenso prestigio se sintieron tentados por los atractivos de esa nueva narrativa, sobre todo los ingleses: Charles Dickens, amigo cercano de Wilkie Collins, emprendió El misterio de Edwin Drood, que aun inconclusa resultó una novela magistral; Joseph Conrad, Bajo las miradas de Occidente y El agente secreto; Stevenson, La caja equivocada, la primera parodia de este género. Henry James, por su parte, empleó los recursos de la novela policial para escribir relatos soberbios: La vuelta de tuerca y Los papeles de Aspern, entre otros. Y aun en países donde las corrientes literarias llegaban con evidente parsimonia el género logró abrirse paso. El joven Anton Chéjov escribió en Rusia Un drama de caza y Benito Pérez Galdós, en España, una de las más insólitas novelas de la literatura de nuestra lengua: La incógnita. Se trata de una historia en torno a un crimen donde al final no conocemos nada preciso; somos testigos de un abundante movimiento de influencias, dinero y presiones de toda especie para que el misterio jamás llegue a esclarecerse. Nada se logra saber sobre el asesino, si acaso se trata de un asesinato y no un suicidio, mucho menos sobre las virtuales motivaciones del crimen. El lector cuenta con infinidad de indicios; con ellos puede armar un rompecabezas, cuyo resultado será sólo conjetural.
La multiplicación del misterio
La novela policial se hizo inmensamente popular. Los autores se multiplicaron por centenares. En la mayoría de los casos los resultados fueron mediocres: meras adivinanzas encapsuladas en tediosos volúmenes.

Sergio Pitol en la Feria Internacional del Libro
de Guadalajara, 6 de diciembre de 2003.
Foto: Carlos Cisneros/ archivo La Jornada
En el mundo anglosajón dos corrientes sobrevivieron al marasmo, la novela culta inglesa y el género negro de Estados Unidos. En la tradicional novela inglesa todo deberá ocurrir como en un juego de ajedrez, los contendientes son el criminal y su perseguidor (detective privado, inspector oficial o mero aficionado), quien a la postre descubrirá al culpable y lo conducirá hasta los tribunales. Su marco suele ser una casa de campo señorial, un prestigioso club londinense, un hotel elegante y respetable, los dormitorios de una acreditada universidad, un sanatorio, un yate, un vagón de ferrocarril, es decir, círculos cerrados donde suelen moverse damas y caballeros de amplios recursos económicos, modales excelentes y acento perfecto. Los autores dan por supuesto que la sociedad es por naturaleza buena. De pronto, en su seno se produce una anomalía: un acto irregular, un robo, un asesinato y el consecuente clima de zozobra. Aparecen varios presuntos culpables, casi todos con un pasado que oculta circunstancias oprobiosas: los sepulcros blanqueados de siempre. El investigador se pierde en una maraña de pistas falsas. Al final, el criminal por un instante se descuida y es atrapado y castigado. Una tormenta contenida en un vaso; se remansan las aguas, la vida puede seguir su ritmo. Sus mayores cultivadores fueron ingleses. Nicholas Blake, Anthony Berkeley, Michell Innes, entre los cultos; Agatha Christie, con un registro popular.
La siguiente transfiguración del género desemboca en la novela negra estadunidense. En ella los términos se han invertido: la sociedad es en esencia culpable; está enraizada en el crimen y en el crimen prospera. El investigador se interna en una obscura selva donde dominan los rapaces, los inescrupulosos, los corruptos. A lo largo de una acción que desconoce por entero el reposo, el héroe recibe y asesta golpes a granel. Tiene poca o ninguna confianza en la ley, a la que oficialmente apoya. Su mayor triunfo consiste en lograr que los malvados entren en conflicto entre sí, se combatan y terminen destruyéndose unos a otros. En las últimas páginas nos quedamos con la convicción de que esa vez el mal ha sido derrotado, pero de ningún modo erradicado; nuevas alimañas aparecerán en el horizonte. En la mente del lector queda flotando la convicción de que la enfermedad que corroe al organismo social es endémica. Si no se transforma volverá a repetirse una y otra vez con sordidez creciente el ciclo de la violencia. Los notables expositores de esa corriente fueron Dashiell Hammett y Raymond Chandler.
En los últimos años han surgido nuevas corrientes: el thriller, la novela de espionaje, cuya figura más notoria es John Le Carré; más otras sobre la violencia étnica, religiosa y sexual.
La más clara prueba de la vitalidad de esta literatura nos la proporciona la intensa presión que ha ejercido sobre la otra novela, la canónicamente culta. De igual modo que la policial se ha nutrido y enriquecido con las técnicas antiguas y modernas que le proporcionó la tradición narrativa, ella también ha logrado penetrar en el corazón de cuerpos y entidades que en rigor parecerían no pertenecerle. Si contemplamos el panorama narrativo de nuestro siglo nos resulta asombrosa la simbiosis producida. Citaré algunos casos en los que el canon de excelencia ha decidido renovarse aprovechando los recursos, atmósferas y personajes que en el pasado parecían pertenecer exclusivamente al campo policial. Veamos:
Chesterton en El hombre que fue jueves y en las historias del Padre Brown, Graham Greene en El factor humano, además de sus novelas estrictamente policiales, entre los ingleses. Carlo Emilio Gadda en Aquel horrible escándalo de la Via Merulana, Umberto Eco en El nombre de la rosa, Leonardo Sciacia en Todo modo y Una historia sencilla y Antonio Tabucchi en La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, entre los italianos. Witold Gombrowicz en Cosmos, Andrzej Kusniewicz en El rey de las dos Sicilias, entre los polacos. Ernest Jünger en Un encuentro peligroso, entre los alemanes. Y una buena parte de la obra de Leo Perutz y Alexander Lernet-Olenia, entre los austríacos. Flann O’Brien en El tercer policía, entre los irlandeses. William Faulkner en Gambito de caballo e Intruso en el polvo y Paul Auster en Leviatán, entre los estadounidenses. Rubem Fonseca en Agosto y El gran arte, entre los brasileños. Rodolfo Usigli en Ensayo de un crimen, Jorge Ibargüengoitia en Dos crímenes y Fernando del Paso en Linda sesenta y siete, entre los mexicanos. Jorge Luis Borges en una docena de relatos perdurables, entre los argentinos.
La lista no pretende ser exhaustiva. Registra sólo unos cuantos títulos de obras admirables. La influencia que el género policial tuvo en ellas comprueba su intensa contribución a la literatura universal.

6.5.13

Del surf al cool

No hay nada que hacerle: mucho policial nórdico de helados paisajes, pero la costa oeste de los Estados Unidos sigue siendo un imbatible escenario para poner en marcha la maquinaria de acción, corrupción del poder y rubias platino que arrancó en los años 50. Indudablemente, Don Winslow es uno de los mejores exponentes de la novela negra actual

Don Winslow, ¿renovador de la novela negra gringa?./pagina12.com.ar
No hay caso: los norteamericanos siguen siendo los grandes renovadores de la novela negra. Si uno quiere saber en qué anda el género, no tiene que leer mucho a los nórdicos, ni a los islandeses, ni a nada ni nadie que tenga que ver con el frío, porque no tiene tanto que ver con las condiciones meteorológicas: o sí, tiene que volver, mal que le pese, al calor de las playas, a los policías grasosos comiendo comida chatarra, es decir, a los americanos del norte, y tiene que leer ahora, por supuesto, a Don Winslow.

Y Winslow ya se ganó tantas licencias para narrar (y sobre todo respeto gracias a su megalómana y genial “narconovela” El poder del perro) que en Los Reyes de lo Cool se permite ir hacia atrás y generar una precuela de su novela Salvajes (que fuera llevada al cine con un éxito relativo por Oliver Stone). Si bien se puede leer con cierta autonomía, lo cierto es que la trama de esta precuela encaja a la perfección con la historia de personajes ya bien delineados; esos surfistas inconformistas, que buscan con cierta holgura otro modo de ganarse y por ende, de entender la vida. Así volvemos al famoso trío de Chon (marine profesional ansioso por desembarcar por la zona del Golfo), Ben (un tipo tranquilo y pacifista, cuando las cosas no se le ponen complicadas) y O (Ofelia, el tres en cuestión, pero que no se hace mucho problema). Y el trío funciona tanto aquí como en su anterior versión.

Los Reyes de lo Cool narra entonces ese momento en el que los tres amigos se separan (guerra de Irak mediante) y pierden la zona conquistada de compraventa de marihuana a manos de unos pandilleros mexicanos.

Los Reyes de lo Cool. Don Winslow Roja & Negra Mondadori 336 páginas

En esta suerte de precuela, Winslow tiende un puente hacia finales de la década del ’70, ya que O va en busca de su padre. Al hacerlo, se narra el idealismo de una juventud que creyó en la paz del mundo y terminó vendiendo cocaína en la década siguiente para lograr vivir en mansiones de lujo. Winslow traza toda una genealogía del narcotráfico específicamente en la zona de la frontera.

Lo que resulta increíble es verificar una vez más que la novela negra, cuando busca renovarse, parece siempre tener que volver al mismo lugar geográfico: la frontera, la costa oeste, el punto en donde todo parece desbarrancarse y los ideales americanos se hunden en la profundidad de sus propias entrañas. Cambian los tiempos, pasan las décadas, las rubias y los hombres duros pasan por el gimnasio y los quirófanos, pero siempre se vuelve a ese escenario fundacional.

Resultaría bastante tedioso contar la trama, porque la trama se va narrando a sí misma sobre la marcha; lo que es llamativo (para quienes no acostumbran frecuentar la prosa de Winslow) es el desparpajo y la velocidad que tiene en esta novela para narrar; esta vez lo consigue hacer poniéndose más allá de todas las convenciones de la novela negra. Con un narrador que cancherea con las comparaciones, rompe los párrafos cuando quiere, y hasta se permite licencias poéticas (y buenas) en el medio de una vertiginosa situación de tiros, alcohol y fugas.

Winslow se permite una cosa que no todos se pueden permitir en estos primeros tramos del siglo XXI: hacer pulp de una manera inteligente. Y tampoco pierde de vista su objetivo básico, que es el de entretener. Y lo hace con gracia, soltura, y hasta elegancia. Algo que por supuesto le seguimos agradeciendo en cada nueva lectura al viejo y querido Don.