12.4.14

La chica que llevaba una pistola en el tanga

La novela es una historia entre el D.F. y Madrid, un relato sobre trata de mujeres, prostitución y, sobre todo, de lo complicada que se puede volver la vida de un pobre hombre cuando no mide bien sus ambiciones

Nach Cabana, autor español de La chica que llevaba una pistola en el tanga./elpais.com
 
Hay ocasiones en las que quien esto escribe se ceba con su adorada ficción criminal anglosajona, luego se pasea por el mundo escandinavo y al final se da cuenta de que frecuenta demasiado poco la novela negra española. Es verdad que los males del mundo son universales, pero las voces cambian y conviene atenderlas. Por eso aprovecho la concesión del Premio LH’ Confindencial de novela negra a Nacho Cabana (Madrid, 1968) para hablar de La chica que llevaba una pistola en el tanga (Roca Editorial) que el autor ha presentado en Madrid esta semana.
La novela es una historia entre el D.F. y Madrid, un relato sobre trata de mujeres, prostitución y, sobre todo, de lo complicada que se puede volver la vida de un pobre hombre cuando no mide bien sus ambiciones. Cabana, guionista de series de éxito en televisión, completa un relato que se lee muy bien y que tiene mucho poder visual.
Dos escenarios, muchos problemas, una trama que termina relacionándolos. En Madrid, una agresión aparentemente racista acaba con la vida de una pobre niña rumana. Violeta y Carlos, dos policías que hacen una extraña pareja, que llevan tiempo trabajando juntos pero que no se conocen realmente, tienen que investigar los hechos, lo que les lleva rápidamente a una red de prostitución y a un burdel en Murcia.
Al otro lado del mundo, Pedro es un inmigrante español en México, un hombre que vive en el D.F. ciudad que adora y en la que trabaja como taxista. Su mujer Itzel y su hija Olga son su vida, pero esta harto de pasar estrecheces. El deseo de una vida mejor le empuja a adentrarse poco a poco en una estructura mafiosa para la que hace pequeños trabajos aparentemente inocuos. Ir más allá sería revelar demasiado, pero se puede decir que esas pequeñas ambiciones de Pedro, sin duda el mejor personaje de la novela, van a cambiar su vida para siempre y van a desencadenar una tormenta de consecuencias impredecibles.
La novela termina por unir las dos tramas y nos muestra el lado oscuro de dos ciudades magníficas pero en las que el mal siempre tiene sitio reservado, dos ciudades que, en cierto modo, no dejan de hacerse daño a sí mismas y a quienes viven en ellas. Más o menos como los personajes de la novela, que no pueden evitar, es la vida, ir por donde no deben. Las relaciones entre las parejas protagonistas, los dos policías y Pedro y su mujer, plantean una pregunta inquietante ¿Conocemos de verdad a la gente que tenemos junto a nosotros?
Cabana muestra su oficio con los guiones televisivos ofreciendo descripciones muy visuales del D.F y de algunos rincones de Madrid, de burdeles en Murcia o en México, de descampados cutres donde se comercia con muerte. La novela tiene además la virtud de hablar de problemas que nos quedan muy cerca, de tramas parecidas a la de los macro burdeles de la Junquera o de las chicas traídas con engaños y promesas de una vida mejor a una España que no tiene para ellas más que miseria, explotación y oscuridad. El final no me convence del todo, pero eso se lo dejo para que lo juzguen. Aquí tienen una novela actual y dura. Lean y disfruten.

11.4.14

Sherlock Holmes vuelve a la literatura con nuevos misterios sobre su historia

Los misterios del famoso detective Sherlock Holmes regresan a la literatura en una obra del escritor británico Anthony Horowitz que cuestiona lo que ocurrió tras la caída del protagonista en las cataratas de Reichenbach, según publica The Guardian

Detective Sherlock Holmes regresa bajo la pluma de Anthony Horowitz con Moriarty. /lainformacion.com
"Moriarty", titulada como el nombre del archienemigo de Sherlock, está firmada por el primer escritor autorizado por los herederos de Arthur Conan Doyle (1859-1930) para escribir historias sobre su célebre personaje y será publicada el 23 de octubre.
El libro de Horowitz, autor conocido por la serie de novelas "Alex Rider" sobre un espía adolescente, comienza con la pregunta: "¿Alguien se cree lo que ocurrió en las cataratas de Reichenbach?", cuando Sherlock y James Moriarty, enzarzados en un enfrentamiento, cayeron por el precipicio de las cataratas suizas del mismo nombre.
Este final, que conmocionó a los seguidores de Sherlock, se incluye en el relato "El problema final", que Doyle escribió en 1893, cuando el autor intentó acabar con el detective sobre el que llevaba escribiendo seis años porque estaba cansado.
Finalmente lo tuvo que resucitar a petición de sus lectores y seguidores de los misterios que resolvía el maestro de la deducción, y pasó cuarenta años de su vida inventando asesinos, pistas y tramas de suspense.
Horowitz, también guionista de la serie británica "Midsomer Murders", comienza en este punto su historia, en la que "no aparece Sherlock Holmes hasta el final", según reveló en twitter.
La editorial avanzó que tras el "vacío" por la muerte de Moriarty, una nueva mente criminal, "temida", aparece en escena para sumir a Londres en una "corriente de asesinatos" que investigará "un estudiante devoto de los métodos de deducción de Holmes", también ayudado por un inspector de la policía británica Scotland Yard.
"Casi todos los policías con los que trabajó Holmes, incluido el inspector Lestrade (su mano derecha de Scotland Yard), aparecen en mi nuevo libro", añadió el autor como pistas.
Horowitz también llamó la atención sobre la aparición de los terribles "Abernetties, una de las historias más famosas de Holmes que aún no ha sido contada" y añadió que el libro se desarrollaría en Camberwell (sur de Londres), Mayfair (oeste de la capital británica), London Docks, (este y sudeste), y Highgate y Smithfield (norte).
Horowitz, especializado en relatos de aventura, misterio y fantasía, ya publicó una obra en 2011 sobre el detective de la gorra de cuadros, titulada "The House of Silk" (La casa de la seda), en la que un Watson anciano relataba una de las primeras aventuras de Sherlock.
El libro, que también estuvo apoyado por "Conan Doyle Estate", organización dirigida por los herederos del escritor que gestiona el patrimonio y los derechos sobre sus obras, tuvo muy buena acogida porque según la crítica recrea los personajes del autor británico tal y como él los tenía en su cabeza.

8.4.14

Los perseguidos

 Precursora de la novela negra argentina, es más que oportuno el rescate de Noches sin lunas ni soles, de Rubén Tizziani, base también de una notable película de la apertura democrática de José Martínez Suárez

Noches sin lunas ni soles, de Rubén Tizziani./pagina12.com.ar
Difícil que Cairo sobreviva, primero porque lo “rescatan” de la cárcel para que entregue el botín y luego ejecutarlo (mejicanearlo, en lenguaje gangsteril) y luego porque tiene detrás suyo toda la policía buscándolo. Pero siempre en estos casos sucede un hecho imponderable; en este caso, a la casa donde lo llevan está Ana y el flechazo con el ex prisionero es inmediato. El escape de ambos es el sustento de la novela, la intensidad en los diálogos, así como su encuentro bajo las sábanas. Cualquier cosa que le pasara era mejor que estar entre barrotes, y Rubén Tizziani exploró esa máxima cuando Cairo camina por la avenida Corrientes y ve las librerías, respira hondo en un parque o sólo ve llover en las veredas de Buenos Aires y en especial si va de la mano con Ana (“las mujeres son como las raíces”, reflexiona).
Es imposible leer la novela sin recordar la película de José Martínez Suárez (el mismo director de Los muchachos de antes no usaban arsénico) que en 1984 protagonizaron el gran Lautaro Murúa haciendo de Maidana, el policía a cargo del operativo para dar con Cairo, y Luisina Brando y Alberto de Mendoza como los amantes que huyen de todas las encerronas. Si la película era memorable, lo es en gran parte por la solidez del texto, que en ningún momento apela a la furia constante de los personajes por encender cigarrillos, las trilladas e interminables persecuciones en auto o los grandes tiroteos de rigor. Nada de eso se encuentra en sus páginas. El peligro que ya de por sí se encierra en las palabras que los amantes se dicen en plena clandestinidad y la construcción de las claves principales de un thriller (suspenso, agilidad narrativa y maestría en la elaboración de los diálogos) dan una idea cabal de cómo un relato puede conmover sin apelar a los lugares comunes y a los golpes bajos tan usuales en el género policial. Posee la mejor resolución (no se revelará en estas líneas) que aconseja la tradición novelística asociada con un contexto de intrigas y traiciones insoslayable entre ladrones y fuerzas de seguridad. Toda la acción transcurre en dos días y están presentes las imágenes cautivantes de las enredaderas que se elevan en los barrios del suburbio, así como se registra la presencia de los viejos estabilizadores para que el color se torne nítido en la TV, mientras los padres de Cairo no terminan de convencer al lector de que el preso que están viendo es su propio hijo.
Si la escritura es una forma de simulacro de la propia ficción, Noches... es un tiro por encima del tema de las patotas que colaboran en las “fuerzas del orden”, sus soplones y los fanáticos a ultranza de la propiedad privada. Maidana es el que termina contra las cuerdas pese a sus triunfos de cazador de delincuentes y Cairo es apenas un cuerpo que cae como una paloma herida de las tantas que habitan la ciudad.

4.4.14

La gran investigación

El género negro parece ser ahora mismo el campo en el que se libran las batallas más cabales en esto que podríamos llamar la operación rescate de la realidad

El género negro:la gran investigación./Juan Santacruz./revistadeletras.net
Permítanme que, para abrir mi exposición, cite a declarar a mi primer testigo: Jean Baudrillard (no se apuren, no le dejaremos hablar más que lo estrictamente necesario). No en vano en 1996 publicó un ensayo titulado, de manera muy pertinente, El Crimen perfecto. En él Baudrillard propone las líneas maestras del que probablemente pueda considerarse el mayor acto delictivo de la historia, todavía por resolver:
Anagrama
Anagrama
“Esto es la historia de un crimen, del asesinato de la realidad. Y del exterminio de una ilusión, la ilusión vital, la ilusión radical del mundo (…) Es como si las cosas hubieran engullido su espejo y se hubieran convertido en transparentes para sí mismas, enteramente presentes para sí mismas, a plena luz, en tiempo real, en una transcripción despiadada. En lugar de estar ausentes de sí mismas en la ilusión, se ven obligadas a inscribirse en los millares de pantallas de cuyo horizonte no sólo ha desaparecido lo real, sino también la imagen. La realidad ha sido expulsada de la realidad”.
No deja de ser curioso que en los albores del terror milenarista que profetizaba el fallo integral de todo aquello falible (esto es, la tecnología de ese mundo simulado encofrado en los sistemas informáticos y las incipientes redes de comunicaciones telemáticas) Baudrillard pronosticara que aquello que iba a sucumbir era precisamente aquello por cuya integridad uno jamás hubiera temido: la realidad misma. Y pasamos el umbral del milenio y nos dimos cuenta de que ese mundo simulado seguía ahí, que sus contadores internos no habían fallado y que su matriz continuaba arrojando y procesando datos con la misma celeridad y solvencia. En cambio, a raíz de la eclosión de ciertas formas inéditas de terror (sí, a partir de la cacareada mise-en-scéne del 11S) lo que empezó a desdibujarse ante nuestros ojos y a escurrírsenos de los dedos sin remedio aparente fue la realidad misma. Presionada por la pujanza de ciertos enunciados labrados en el consenso del miedo global, de una reterritorialización de la inseguridad y de la interpuesta necesidad de un control renovado sobre las mentes y los cuerpos ante la posibilidad de una procesión infinita de nuevas amenazas, la realidad nos fue expropiada. Quizás no asesinada, pero sí indefectiblemente secuestrada en favor de un tapiz de narraciones y mitologías encaminadas a encriptar la formulación de un estado de excepción planetario que se iba extendiendo de manera impune y con la transparencia de aquello que pasa sin ser visto. El crimen no dejó huellas porque las mismas huellas formaban parte de la estrategia criminal: pistas falsas, evidencias trucadas.
En este contexto de hiperrealidades suplantando la realidad nos preguntamos (o deberíamos preguntarnos) a qué podemos recurrir para resolver el misterio de este crimen. Cuanto menos y en el peor de los casos para certificar, como en un informe forense, las metodologías empleadas en ese acto criminal y tal vez algunos rasgos característicos que pudieran extraerse en relación a la identidad del/los criminales. Podemos recurrir a cierta palabrería filosófico-sociológica (como en la que incurre en tantas ocasiones el propio Baudrillard) y con ella satisfacer algunas pretensiones inquisitoriales de carácter netamente abstracto, retórico. Suavizar nuestro corroído carácter echando mano de algunas inapelables conclusiones. Pero ciertamente ese recurso nos deja si cabe aún más desnudos, enfrentados a la vivisección profunda de las cosas hasta niveles en los que nos resulta casi imposible llegar a saber qué estábamos observando. La focalización excesiva de un pensamiento de primerísimos planos nos hace perder la perspectiva y nos ofrece imágenes borrosas y sin contornos, irreconocibles.
En semejantes circunstancias irrumpe la cosa literaria. En una de sus manifestaciones, digámoslo sin rubor, más exitosas y populares: el género negro. Quizás tenga que ver con la vivificación de ciertos sentimientos materialistas (en el sentido marxista del término) y con la cada vez más constreñida capacidad operativa de ciertos trampantojos que han dominado sin oposición el mundo y la imagen del mismo todos estos años, pero lo cierto es que el género negro parece ser ahora mismo el campo en el que se libran las batallas más cabales en esto que podríamos llamar la operación rescate de la realidad. Y me resisto a emplear el término novela porque parece evidente que esa negrura ha desbordado de un tiempo a esta parte la acotación de simple artefacto novelesco para convertirse en algo que podríamos denominar un posicionamiento frente a las cosas. Un escozor estético y moral que impregna la sintaxis y la gramática y que trasciende incluso la propia delimitación del género propagándose en múltiples avatares, contaminando otros géneros, infiltrándose en otros regímenes de discurso.
Impedimenta
Impedimenta
No es algo para nada nuevo: podríamos encontrar ejemplos de algo llamado novela negra híbrida décadas atrás, de la mano de autores cuanto menos poco prototípicos del género: Stanislaw Lem (La Investigación), Georges Perec (El gabinete de un aficionado), Witold Gombrowicz (Cosmos). Obras que llevan a cabo una prospección radical del asunto criminal hasta proponerse a sí mismas como piezas de una exploración que atañe ya no solamente al hecho puntual establecido en sus tramas sino a la forma genérica que tiene el ser humano de enfrentarse al desorden, a la rotura de esquemas y a la búsqueda incesante de sentido. Tenemos pues una jugosa herencia que manejar sabiamente en este aspecto.
Recuperar estos posicionamientos hoy en día (así como otros que podríamos encuadrar en ese frenesí genético que supuso la propia irrupción del género allí por su infancia pulp, esos ramilletes de autores que contribuyeron a toda una mitología fundacional: Hammet, Chandler, Cain y posteriores descendientes como McCoy o McDonald; y cuyas preguntas e inquietudes nos siguen acompañando) resulta si cabe todavía más pertinente por cuanto el proceso de usurpación de la realidad ha llegado hasta extremos paroxísticos. Tanto que incluso a veces uno tiene la sensación de que realmente puede darse cuenta de todo ello. De que el teatro de las simulaciones y los reemplazos se descuida, baja la guardia dejando al descubierto las vísceras -o los circuitos- del ensamblaje que ha sustituido progresivamente todo cuanto dábamos por conquistado en esa larga y cruenta historia de lucha contra la mistificación y la alienación, individual y colectiva. La violencia institucionalizada se ha desatado con tanta furia y con tanta vileza que en ocasiones parece relajarse lo suficiente como para que lleguemos a detectar sus métodos y objetivos. Nos arrastra la ignífuga convicción de que todo es mentira y de que en medio de esta gran mentira tenemos la responsabilidad de empezar a buscar pistas verdaderas y verdaderos criminales.
Es por eso por lo que el auge del género negro conecta con una inquietud que va mucho más allá de lo estrictamente literario (eso es meridianamente claro, nadie en su sano juicio debería atreverse a plantear que la negritud se disfruta pasivamente, con desinterés kantiano) pero también, en última instancia, de determinada cartografía social específica. Evidentemente nos interesa interrogar casos concretos, resolver crímenes singulares que actúan como caja de resonancia de una criminalidad generalizada en todos los frentes. Pero a pesar de la indudable importancia de todo ello podríamos aventurarnos a considerar que cada una de estas novelas, obras, tentativas literarias no son sino partes de un todo inquisitorial que conecta dichas obras en el contexto holístico de una sola y fundamental pregunta:
“¿qué han hecho con la realidad?”
En este nivel de interrogación el género negro puede y debe cuestionar no solo el andamiaje de los poderes (públicos y privados) que han extendido su dominio sobre esos espacios vacíos dejados por una realidad dada a la fuga o secuestrada, sino también la misma estructura de pensamiento, de interpelación del mundo que ha permitido que dichos poderes establecieran con semejante facilidad su ecosistema. La manera en cómo se mira, se percibe y se cuestiona aquello percibido. El género negro debe, en definitiva, asumir una carga no tan solo literaria y social, sino también ontológica. Es por ello que funciona estupendamente cuando transgrede las propias fronteras que la mirada clasificatoria le ha ido marcando a lo largo de la historia. Cuando se sumerge en barrizales cercanos si bien dotados de un clima y una biología propias (caso del otro gran género popular-inquisitivo, la ciencia-ficción) o cuando penetra sutilmente en los engranajes de otros registros que muestran cierto recelo por abrazar la ficción en tanto que dispositivo de captación de lo real. ¿Por qué no convertir el género negro en el gran desafío ensayístico de nuestros tiempos si de hecho el problema fundamental que arrastramos es el de no tener a mano la experiencia de lo real y sí en cambio el flagelo del simulacro en su versión más sádica? ¿Si la propia constitución de la realidad que pretendemos estar viviendo descansa sobre la implantación de un crimen sin resolver?
Si asumimos ese nivel de riesgo (toda aventura más allá de los márgenes en los que hemos construido nuestra particular fantasía doméstica implica un riesgo) quizás deberíamos también exigir que el género negro abandonara cierta obsesión gremial y gregaria, se despojara de algunos oropeles personalistas y teatralizados y se decidiera de una vez por todas a no establecer sus propias parcelas de visibilidad como si todavía se tratara de una especialización que opera y trabaja por cauces distintos a los de nuestras investigaciones rutinarias y diarias. Si la realidad ha sucumbido a una mascarada, levantar estas máscaras (y no proponer otras máscaras alternativas, no refugiarse en la seguridad del carácter o del carisma) es algo que el género negro debe de asumir como obligación consubstancial y permanente. Aunque ello suponga en ocasiones formularse preguntas o apuntar en direcciones que no resulten en apariencia rentables para aquella maquinaria que sigue entestada en pretender que el género negro sea simplemente eso, un género literario.

1.4.14

La muerte del pequeño Shug: poesía violenta sobre la vida y la infancia

En La muerte del pequeño Shug vemos cómo la pureza de espíritu o la simple bondad pierden la batalla ante la brutalidad y la fuerza, las tentaciones, la depravación o la repetición de lo que el niño ha visto hacer desde que tiene uso de razón

Daniel Woodrell. autor estadounidense de  La muerte del pequeño Shug./elpais.com

Hay obras que trascienden clasificaciones y etiquetas, que están por encima del bien y del mal; novelas que son negras porque la vida lo es, cantos poéticos llenos de una violencia que no necesita ser explícita. Es el caso de La muerte del pequeño Shug, de Daniel Woodrell que ahora edita Alba (traducción de Isabel González- Gallarza). Se trata de una novela sobre la vida en un pueblo de las montañas Ozark (Misuri), sobre el destino aciago de un niño de 13 años, sobre la violencia, las adicciones, el incesto, el odio y la muerte.
Pero el autor de Los huesos del invierno (también editada por Alba y de la que ya hablamos aquí) no necesita ser explícito. Su narración de esta tragedia, de estas andanzas de Shug por la senda marcada del perdedor, está llena de buena prosa, adjetivos precisos, palabras que dicen algo, diálogos devastadores. Dos maestros, Dennis Lehane y George Pelecanos, dicen que Woodrell es un autor esencial para entender la literatura contemporánea en EE UU. No seré yo quien les contradiga.
Shug, en realidad Morris Atkins, tiene 13 años, está gordo, sufre serios problemas para relacionarse con chicos de su edad y se gana unos dólares segando la hierba del cementerio junto al que vive con su madre, Glenda, a la que siempre llama por su nombre. El escenario vital en el que se mueve augura el desastre: vive con su supuesto padre, Red, un hombre violento, un politoxicómano que se mete lo que puede y le obliga a robar medicinas en casas de médicos y enfermos. La madre de Shug es hermosa, demasiado hermosa, “una mujer que puede hacer que un simple ‘hola que hay’ sonara tan pecaminoso que corrieras a lavarte los oídos después de oírlo y luego probablemente volvieras para oírlo otra vez”. Glenda vivió mejores tiempos y ahora bebe mucho y deja que su marido les maltrate y desaparezca largas temporadas con su compañero de fatigas y drogas, Basil. Shug es listo, pero es un perdedor con las cartas marcadas.
Woodrell nos lleva de la mano por esas poblaciones de las montañas de Ozark donde nació y donde vive en la actualidad, una región poblada en origen por su familia y otros como ellos, gente que venía de Kentucky y Tennesse y que consideraba que esos estados eran “demasiado civilizados y fácilmente gobernables”, como confiesa el propio autor. Un universo que ya vimos en Los huesos del invierno, donde los violentos son la norma, donde la pobreza, la exclusión, el narcotráfico y el desprecio por la ley están generalizados y donde sobrevivir y mantener la inocencia es misión imposible.
En La muerte del pequeño Shug vemos cómo la pureza de espíritu o la simple bondad pierden la batalla ante la brutalidad y la fuerza, las tentaciones, la depravación o la repetición de lo que el niño ha visto hacer desde que tiene uso de razón. Woodrell, en una constante que se repite en su obra, aborda también las difíciles relaciones de familia en unos contextos asfixiantes, promiscuos, donde la opresión del más fuerte juega un papel esencial.  
La vida de Shug es mísera, pero sabes desde el primer momento que va a ir peor. Y esperas el desastre, una muerte, un acto que desencadene la tormenta. Y mientras, sufres con la destrucción de un niño que ha dejado de serlo, con la salvaje condición de quienes le rodean, y te estremeces cuando le ves hacer ciertas cosas mientras te repites “No, Shug, por favor. No”. Lehane dice de Woodrell que “escribe  con una claridad poética tal que su prosa parece lavada y relavada en un arroyo frío”. Ahí queda. No se pierdan a este gran autor. Lean y disfruten.