11.6.12

Los espacios del crimen

Del cuarto cerrado a la casa, y de esta a la ciudad, el autor de relatos de intriga ha ido conquistando espacios cada vez más amplios para el desarrollo de sus ficciones. Cómo, cuándo y por qué son algunas de las preguntas que intenta responder esta nota

AMBITOS DEL POLICIAL. “Para Poe, el espacio de la intriga no posee ninguna carga simbólica, sea un cuarto cerrado o el río Sena.” ilustración. fuente: Revista Ñ
Decía Borges que los géneros literarios dependen menos del texto que del modo en que este es leído. Invirtiendo esta lógica puede afirmarse que cuando Poe dejó establecidas las reglas básicas del relato policial, creó a su vez al lector de estos. Lo cierto, sin embargo, es que el lector de novelas de intriga, por utilizar un término convencional no demasiado acertado (al fin y al cabo, pocas novelas comienzan de forma tan intrigante como Cien años de soledad , que de policial no tiene nada), ya estaba familiarizado con la gran tradición de la novela de aventuras y misterio que se desarrolló en el folletín decimonónico.
En Francia, las novelas de Rocambole o la Pimpinela Escarlata , así como la mayor parte de la obra de Sue, Ponson du Terrail, Féval o Dumas, añaden a los elementos conformadores de la novela gótica (la heroína amenazada, la mansión misteriosa concebida como trampa, el acoso del destino, la irracionalidad del mal) la idea de que al héroe ya no lo impulsa un principio de abnegación, sino la consecución de un objetivo, por lo que no dudará en pasar por el mal para lograr un bien. Lo importante, reconocerá el propio Dumas, será que su pensamiento sea “superior”, inspire actos extremos y “justifique el medio mortífero con la fecundidad del resultado”.
En Inglaterra, y en menor medida en los Estados Unidos, las novelas de Fenimore Cooper, en especial El último de los mohicanos , alcanzaron entre los años 1820 y 1850 una popularidad sólo comparable a la que en su momento tuvieron, justamente, las novelas góticas. En el relato de Cooper, así como en el Nick Carter de John Coryell, surge la pesquisa como elemento fundamental de la trama; la aventura ya no dependerá del azar, sino de la pericia del rastreador. Si en lo gótico la irrupción de lo malévolo tiene éxito, tanto si la virtud triunfa como si no, en el folletín de aventuras y misterio el orden violentado será restaurado por el héroe. A la irracionalidad del villano se opone la razón de aquél; a la intangibilidad romántica de lo real, la restauración positiva de sus límites. Lo importante, todavía, es reponer un orden moral. El villano aún es un ejecutor necesario. Se es víctima de sus ardides, se ignoran sus planes, se corre el riesgo de su triunfo, se lo persigue hasta donde se oculta, se le hace frente en su terreno con las únicas armas de la valentía, la pericia y el pensamiento superior. La importancia fundacional de Poe reside en sostener que los actos del malvado, como los de cualquier ser humano, son previsibles, que sus crímenes, como nos recuerda T. Narcejac, “son su pensamiento constituido en acción”, y que por ello precisamente es posible adelantarse a sus planes y librarse por anticipado de sus ardides.
Así pues, ya no importará ser más o menos valiente, sino anteponer a la lógica del criminal la fuerza superior de la inteligencia. La inteligencia que ve más allá, que no se detiene en el detalle, no se deja llevar por la sorpresa o la impresión, sino que se basa en él, como Sherlock Holmes, para deducir, ya que el detalle es un signo del mundo, una puerta que se abre a su comprensión. Para Poe el espacio de la intriga no posee ninguna carga simbólica, puede ser tanto un cuarto cerrado por dentro como las márgenes del Sena. El pensamiento deductivo no viene, al menos conscientemente, a reponer nada, sino a demostrar que ningún punto del texto “se puede atribuir al azar o la intuición, y que la obra […] se encamina hacia su desenlace con la precisión y la lógica rigurosa de un problema matemático”. Y en este sentido posiblemente no exista en la literatura investigador más deductivo que don Isidro Parodi, que desde la soledad de su celda entreteje conjeturas que devienen conclusiones cargadas de razón.
Sin embargo, no podemos analizar una obra a partir de las intenciones de su autor, sino de lo que de ella emana, de la función real que cumple. Dirigido el relato policial clásico a un cada vez mayor grupo social que disfruta de una creciente democratización del ocio, los continuadores de Poe (con la significativa excepción de Chesterton) insistirán en la figura del héroe investigador como restaurador de un orden (y un espacio) violentado. Walter Houghton nos recuerda que para la clase media victoriana “los que han llegado arriba tienen las mejores razones para defender el círculo de respetabilidad […] en contra de intrusiones vulgares, y a condenar toda violación de las costumbres que tan asiduamente han cultivado”. Años después, Dorothy Sayers hablará de la “fascinación” que sobre el público “superior” ejerce la novela policial. Lo cierto es que Conan Doyle, la propia Sayers, Christie, Van Dine y tantos otros harán de la casa el lugar por excelencia de la tragedia. La casa, “el centro de un ensueño que podemos confundir con nosotros mismos”, como la ha definido Bachelard, no sólo será el lugar de la evocación (en tanto refuerzo de la felicidad de habitar), sino de la fortaleza, allí donde los valores más íntimos se observan, afirman y perviven.
Si W. H. Auden, en sus ensayos sobre el relato policial, requería la imposibilidad de que el asesino estuviese fuera de esta “sociedad cerrada” para evitar que la misma fuese totalmente inocente y convertía, deducimos, al investigador en una suerte de “asesino impune” que la purificara, y aunque el medio representado responda a las necesidades del procedimiento, lo cierto es que, aun involuntariamente, la casa (o sus equivalentes, como un tren o un barco de paseo) adquiere un peso metafórico propio. El grupo social requiere un espacio restringido y debidamente protegido (en un sentido restitutivo y en tanto privilegiado universo de privacidad) de toda alteración. Y asombra constatar, como señala Rivière, que a partir del crimen (cometido preferentemente por alguien “que valga la pena”, en palabras de Van Dine) “ya no ocurrirá nada”, pues todo se reducirá a recoger indicios. La novela policial se convertirá entonces en el relato de un relato ausente (el crimen), y este “no ocurrir nada” porque en realidad lo más importante ha ocurrido ya, no vendrá sino a afirmar la inmutabilidad ideal del espacio de la tragedia, el lugar donde los procedimientos se justifican.
La irrupción de la ciudad
Con la novela negra, un espacio mayor (la ciudad, el país) irrumpe en la casa desquiciando el orden edénico. La crisis de 1929 da paso al pulp , a Black Mask , al consumo masivo de literatura policial, a un precio ínfimo, por parte de aquellos que han visto su mundo destruido por la irrupción masiva del mundo. El relato coincidirá con la acción, y el interés del lector no se concentrará ahora en la reconstrucción del pasado (que ha desparecido definitivamente) sino en el futuro incierto del héroe, que nuevamente ha dejado de ser inmune; es decir, lo que Raymond Chandler llamó “sacar el crimen de su vaso veneciano y lanzarlo a la calle”. El porqué y el quién ya no importan, el entorno se multiplica y con él sus excrecencias: los ruidos de fuera, los rostros de fuera no tendrán sonido ni rasgos definidos y los indicios se confundirán, como en las novelas del citado Chandler, en una vasta urdimbre cuyo significado a menudo deviene un elemento secundario. Si el relato policial clásico había restituido el imperio de la razón, la novela negra volverá los ojos a lo gótico y “liberará el mundo irracional de la subconsciencia”, como ha escrito Lambert Joassin, devolviéndole al hombre una “ilusión de plenitud vital” ajena a toda moral de trascendencia. Así, el investigador dejará de ser el guardián del concreto orden inmutable para convertirse en cuestionador efectivo del difuso orden imperante, a menudo asumiendo los valores de esa sociedad perversa, como ocurre con el Mike Hammer de Spillane o tantos personajes de Ed McBain.
En la novela negra, al igual que antes en la de aventuras, todo vuelve a ser posible. El relato ya no se constituye en torno de un procedimiento de presentación, sino a un medio representado. La moral será el marco de la inquietud y la corrupción, el lugar donde los jueces (que ya decía Gaston Leroux “cuidan las fincas de los ricos”) se venden en la Poisonville imaginada por Dashiell Hammett al mejor postor. Y aun en los casos en que el relato se desarrolle en un lugar cerrado hasta la asfixia (tal el caso de Viernes 13 , de David Goodis), éste no será sino metáfora de lo urbano como lugar del infierno, la indefensión y la muerte.
Al igual que para Poe, el crimen será el lenguaje de una lógica, pero en este caso de una lógica de supervivencia y desesperación, la misma que lleva al Nick Corey concebido por Jim Thompson en 1280 almas a asesinar a cuantos lo amenazan real o imaginariamente, la misma que hace que los acorralados personajes de William Irish cometan crímenes absurdos. La restauración cede el paso a la mera huida hacia adelante.
Con la novela negra, el relato policial pierde el espacio de la tranquilidad, el lugar en que los sueños eran apenas perturbados. Pero quizá, y a pesar de Bioy Casares y sus consejos a los jóvenes escritores, quien haya ganado sea quien lee, o al menos quien busque, debajo del sutil y dulce veneno de la hojarasca del ingenio, la palabra verdadera, aquella que aparece como un punto luminoso, que muy probablemente no guíe a puerto alguno, en medio de la tormenta. Después de todo, la patafísica novela imaginada por Le Lyonnais en la cual el asesino es el lector, quizás haya sido finalmente escrita.

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