9.6.12

Una dinastía de detectives

Desde Edgar Allan Poe –unánimemente considerado como el creador del relato policial– hasta los autores contemporáneos, hay pautas que siempre se cumplen y que, con ligeras variaciones, han ido modelando los relatos de misterio. He aquí un catálogo

Especial de Novela Negra y Criminal. Ilustracion. fuente: Revista Ñ
No hubo testigos en el momento en que Edgar Allan Poe perpetró el hecho: puso tinta sobre papel para redactar “Los crímenes de la calle Morgue” y así inauguró una nueva dimensión, y una nueva dinastía, en la literatura. Hasta el propio autor parecía ausente, como si la narración hubiera sido dictada por una fuerza o criatura invisible. Con la publicación en 1841 de ese relato nacía el género policial y la idea de un detective como protagonista de una aventura incierta. Nacía un rol, un papel; no hay personaje más funcional en la literatura, o cuya función sea tan clara desde la primera línea. Con ningún otro personaje se sabe mejor para qué está.
Uno de los grandes misterios de la literatura es el nacimiento de un género y en este caso se daba por partida doble: este género inédito se especializaría, por sobre todo, en el misterio. Podríamos remontarnos a la Biblia, literalmente plagada de enigmas y del enigma más célebre e inexplicado de todos, para buscar antecedentes. O a Shakespeare, Dickens o Balzac. O a la Caperucita Roja que empezó siendo anónima y después se la apropiaron Perrault y los hermanos Grimm. A propósito, el género policial es a menudo el primer género adulto con que alguien de poco más de diez años se embarca en la otra literatura, la que deja de llevar ilustraciones. El primer género que uno lee y, tras dar la vuelta entera por el mapa accidentado de la literatura, acaso el último (antes de adentrarse en el misterio final). Orwell decía de la serie basada en el personaje Raffles y de una novela de James M. Cain: “Los peores libros son a menudo los más importantes, porque usualmente son los que leemos más temprano en la vida”.
El policial es un género límpido, depurado. Es siempre un recomienzo, un grado cero. Ideal para los lectores más perezosos y los más pretenciosos. La identificación puede ser absoluta –el lector es un investigador privado, eso lo supo el primero que abrió un tomo–, y el detective lee como nadie, signos y señales que descifra recurriendo a la maña o, en el siglo XX, a la fuerza. El mapa del género es inabarcable y, como bajo la niebla que bendijo su origen, no tiene límites visibles. (Direcciones, locaciones y trayectos, no obstante, son claves en un policial.) El ensayista Frank Kermode decía que “una consecuencia de la formación del canon es que más allá de que el canon se conforme por fiat teológico o autoridad pedagógica o incluso el azar, cada miembro existe cabalmente sólo por la compañía de otros, un miembro del canon nutre y califica a otros… en cierto sentido todos se vuelven parte de un libro más grande y todos cambian en el proceso”. Nunca más cierto que con un género poblado, frondoso, como el policial. Mientras tanto los críticos, como fotógrafos de policiales, vienen sintonizando las radios de los patrulleros y las ambulancias para llegar al mismo tiempo a la escena del crimen. En el ámbito anglosajón han ido asestándole sucesivos bautismos de fuego: crime novel , mystery novel , detective fiction , private eye nove l, whodunit . Como sea, en todas sus máscaras y escenarios, el género logra lo que los maestros que a cada mes mudan de sitio a sus alumnos: renovar el estado de su atención. Raymond Chandler decía que “la ley no reconoce otro plagio que no sea el de las tramas básicas”.
En el género policial, las ramificaciones y variantes son inabarcables y los enigmas permanecen intactos. Todavía hoy, más de un siglo y medio después del nacimiento del género, no sabemos realmente quién era Edgar Allan Poe o, para el caso, cómo hizo Georges Simenon para escribir lo que escribió. La cuestión del género policial es, como la traducción, una conversación infinita, y entre estos territorios existe una callada relación. El detective decodifica, y de su astucia depende el éxito de la labor y a veces su vida. El traductor actúa de detective y, por los límites intrínsecos de su propio idioma y las limitaciones de su capacidad, se ve forzado a veces a hacer de criminal.
Acaso una de las razones por las que el género policial ha obtenido un éxito sostenido en tantos lugares a lo largo de tanto tiempo es porque procura con más gracia una posibilidad que otros han buscado en la ciencia o la religión: poder explicarlo todo. A la vez, si uno recuerda que la aparición de la escritura, como lo repetía Lévi-Strauss, fue un elemento de control, de poder, y asocia esta cuestión al dominio que un relato policial busca ejercer sobre el lector, el género plantea la antítesis de una literatura que le permita al lector erigirse como tal, es decir como protagonista paralelo. Será por eso, quizá, que el estatuto literario del género padeció constantemente de cierta fragilidad. Es curioso, porque los representantes más competentes -Conan Doyle, Hammett, Simenon- poseían un don natural para saber incluir qué es lo que más le conviene a un relato, qué es lo que lo vuelve más interesante. Otro de ellos, Raymond Chandler, aseguraba que “cuando un libro, cualquier clase de libro, alcanza una intensidad determinada de ejecución artística se vuelve literatura”. Para la cantidad de practicantes que tuvo, no fueron demasiados los que alcanzaron esa cima. Tampoco en otros géneros, pero la incógnita persiste: ¿no puede alcanzar la grandeza literaria un género tan delineado, pautado, predecible a pesar de sus intenciones? Los grandes escritores escriben con formas lógicas. Asombrosamente lógicas. Y en un principio el género policial hizo de esta costumbre su razón de ser.
No hay mucho inesperado, si se piensa, en el género, excepto en la escritura, en el caso de los mejores, o en la invención de un personaje más alucinado (caso Holmes, el príncipe Zaleski, Max Carrados). La pasividad del lector hace pensar que fue el primer cine que hubo (y años después las adaptaciones a la pantalla de novelas policiales serían legión). El género se fue abriendo, y aireando, con los años. Repetía Chandler: “Una obra de misterio realmente buena es aquella que uno leería aun cuando supiera que alguien arrancó el último capítulo”.
Los franceses Boileau y Narcejac sentenciaron que la novela policial es una pesquisa que tiene por fin elucidar un misterio. Es decir, inventar un misterio para la pesquisa y una pesquisa para el misterio. Y, de paso, procuraron una definición que vale para buena parte de la literatura: “Pesquisa y misterio se crean juntas, de tal manera que, siempre, la pesquisa toma prestado del misterio una eficacia extraña y maravillosa, mientras que el misterio le opone a la pesquisa una opacidad particularmente aterradora”.

Los primeros capítulos
Hasta para los más inocentes el género empieza con Poe, con la aparición de su detective Auguste Dupin, que en “El misterio de Marie Roget”, en un guiño cómplice hacia quien lo estaba leyendo asume el papel del lector total, que resuelve el caso sin moverse, a través de los diarios. Wilkie Collins y su amigo Dickens contribuirían lo suyo al género, que encontraría su clímax y cristalización con Arthur Conan Doyle. En 1887 se publica Un estudio en escarlata y deja sus primeras huellas el más memorable de los sabuesos. Sherlock Holmes es –nunca se usa el pasado con los inmortales– misógino, adicto, ingenioso para disfrazarse, está interesado en los saberes más absurdos y se desplaza en la atmósfera de una época fijada magistralmente, bajo un clima helado, lluvioso, ventoso. Doyle, como Simenon, fue un maestro del tiempo, de la intemperie. Sabía que sólo una atmósfera adecuada podía dar pie a una inteligencia de otro mundo y a un personaje inolvidable. (Cómo crearlo es el misterio mayor del género.) Como siempre pasa en literatura, un escritor alcanza o se destaca una cosa y olvida o ignora veinte. Es el arte del sacrificio. En Doyle, los defectos de construcción no importan; lo que cuenta es el efecto. Cuanto más teatral, y más inverosímil, más realista y más creíble se vuelve. A Holmes su autor no lo soportó más y tuvieron que revivirlo los lectores. Ya no pertenecía al autor; un personaje de esas dimensiones echa por tierra la vanidosa y criminal noción de autoría. A Doyle le interesaba el espiritismo, y llegado un punto Holmes se convirtió en un espíritu presente, en vida, con el que Doyle no quería comunicarse. Nos sobrevivirá a todos. Tuvo –tiene– un museo propio, la recreación de su casa en Baker Street, dentro de un edificio, integrada a lo real. Todavía se puede cruzar la puerta mágica, como sugiere Conan Doyle en el libro homónimo dedicado a sus lecturas. El género policial monta en escena el enigma de la literatura: para qué escribirla, leerla, para quién, en nombre de quién, uno se empeña en que perduren sus incógnitas.
Iba a ser Sherringford Holmes y fue Sherlock Holmes. La fórmula del éxito: un nombre extraño, un apellido común. Sherlock Holmes, Sexton Blake. Algo en el oído le dijo a Conan Doyle que la música de un nombre puede decidir su destino. Entendieron la lección quienes después crearían a Sam Spade, Philip Marlowe, Charlie Chan, Charlie Mortdecai, Nero Wolfe, John Appleby, Gervase Fen, Gideon Fell, Mike Hammer, Albert Campion, Arsène Lupin, Jules Maigret, Padre Brown. Detengamos la nómina ahí, antes de que se note que el recuerdo ha traicionado a los otros. (De uno de los personajes de The Terrible Door de George Sims se dice: “Tenía mala memoria, algo fatal para quien quiere mentir bien durante cierto tiempo”.) Ningún personaje controla el nombre que se le pone. Tampoco ninguna persona. La vida de un personaje y la nuestra parecen un largo proceso de adaptación al destino que ese nombre parece señalar. Decenas de autores buscaron otros nombres para torcer su destino y el género policial es un territorio sembrado de seudónimos. Cornell Hopley-Woolrich también era Cornell Woolrich, William Irish y George Hopley. Decil Day-Lewis firmó como Nicholas. Edmund Crispin tomó ese nombre de una novela de Michel Innes, que se llamaba en realidad J.I.M. Stewart. Donald Westlake fue Richard Stark. Evan Hunter fue Ed McBain. Kenneth Millar prefirió llamarse Ross Macdonald.
Del otro lado encontramos al héroe criminal, retratado con maestría por Patricia Highsmith. (Para Julian Maclaren-Ross, una de las principales pruebas del buen escritor de policiales es la creación de villanos convincentes y poco convencionales.) Durante el reinado de las revistas hubo personajes como Sexton Blake y Nick Carter que iban relevando sus autores, todos escondidos detrás de un alias. E.S. Turner apuntaba: “Nadie sabrá nunca cuántas historias escritas con un detective fueron rechazadas y luego reenviadas con éxito a otro editor con el nombre de otro detective; tampoco a cuántas historias, una vez aceptadas por un editor, se les cambiaba el nombre del héroe al de otro detective para subsanar alguna emergencia editorial”. La aparición semanal inducía a la creación de detectives seriales y a la idea intrínseca al género de lo serial –Erle Stanley Gardner y Perry Mason, Ross MacDonald y Lew Archer, etc.–, suscitando de esta manera un género para coleccionistas y lectores-coleccionistas. El que hojeaba con fanatismo revistas como Detective Story era Ludwig Wittgenstein, a quien debe haberlo cautivado el nudo del género, la economía de palabra: “Si la filosofía tiene algo que ver con la sabiduría, no encuentras un grano de ella en Mind, y sí con frecuencia en los cuentos de detectives”. El novelista e historiador Julian Symons asegura que como se empezó a viajar menos en tren y más en auto, cayó la venta de revistas y se pasó gradualmente del cuento a la novela.

La silueta y la sombra
De la mano de sus acompañantes, Dupin y Sherlock Holmes adoptaron y renovaron el protagonismo de la pareja cervantina. Los dúos reinarían en el género, dentro y fuera de la ficción, y brillarían diversos dúos autorales: Borges y Bioy Casares crearon a Isidro Parodi, Ellery Queen (Frederic Dannay y Manfred Lee) creó a Ellery Queen, Boileau y Narcejac firmaban juntos, apenas separados por un guión, como si adquirieran con un solo gesto la estirpe siempre impostada de un apellido compuesto. Siempre hay otro detrás. Y no pocas veces ese otro fue un poeta. Baudelaire fue el primero en reconocer las virtudes y la potencia de Poe. Las relaciones secretas entre el policial y la poesía, como sabemos, están dadas desde el origen, desde que Poe decidió ser poeta por otros medios. Pero los ejemplos siguieron y abundan: Celan traduce a Simenon, Gabriel Ferrater escribe un policial, Auden lo lee con devoción, Borges lo ensaya con suma gracia, el poeta Cecil Day-Lewis se convierte en el autor de La bestia debe morir –traducido por Wilcock–, James Sallis crea al detective negro y profesor de literatura contemporánea Lew Griffin. No es improbable que la comparación poética sea uno de los recursos más frecuentes en el género para encender el estilo. Ross Macdonald escribe: “Su cuerpo se acomodó en una pose bella, inmóvil, pero su cara apenas arrugada se veía fastidiada con esa pose, o resentida, como un ángel que vive con un animal”.
Como si el suspenso se construyera sobre los capítulos faltantes, el policial es todavía hoy un terreno a descubrir. Permite recuperar al lector que uno ya no es, o ser por primera vez el lector que nunca fuimos. En general, tenemos la arrogancia de felicitarnos por la clase de lectores que somos, leyendo a Borges o Greene (otro especialista en culpa e inocencia) o firmas menos confesables. Pero cuando menos conscientes somos de qué clase de lectores somos es cuando más capturados estamos por lo leído, que es lo que sucede en el policial con más frecuencia que en cualquier otro género. El lector que somos en ese momento, frente a Derek Raymond o Simenon, venturosamente no despierta ninguna vanidad en especial. El policial busca del lector lo que el resto de la literatura: un adicto. Pero se trata de una adicción que no se cobra vidas. El viejo cuento de la literatura: nada es lo que parece.

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