No hubo testigos en el momento en que Edgar Allan Poe perpetró 
el hecho: puso tinta sobre papel para redactar “Los crímenes de la calle
 Morgue” y así inauguró una nueva dimensión, y una nueva dinastía, en la
 literatura. Hasta el propio autor parecía ausente, como si la narración
 hubiera sido dictada por una fuerza o criatura invisible. Con la 
publicación en 1841 de ese relato nacía el género policial y la idea de 
un detective como protagonista de una aventura incierta. Nacía un rol, 
un papel; no hay personaje más funcional en la literatura, o cuya 
función sea tan clara desde la primera línea. Con ningún otro personaje 
se sabe mejor para qué está.
Uno de los grandes misterios de la 
literatura es el nacimiento de un género y en este caso se daba por 
partida doble: este género inédito se especializaría, por sobre todo, en
 el misterio. Podríamos remontarnos a la Biblia, literalmente plagada de
 enigmas y del enigma más célebre e inexplicado de todos, para buscar 
antecedentes. O a Shakespeare, Dickens o Balzac. O a la Caperucita Roja 
que empezó siendo anónima y después se la apropiaron Perrault y los 
hermanos Grimm. A propósito, el género policial es a menudo el primer 
género adulto con que alguien de poco más de diez años se embarca en la 
otra literatura, la que deja de llevar ilustraciones. El primer género 
que uno lee y, tras dar la vuelta entera por el mapa accidentado de la 
literatura, acaso el último (antes de adentrarse en el misterio final). 
Orwell decía de la serie basada en el personaje Raffles y de una novela 
de James M. Cain: “Los peores libros son a menudo los más importantes, 
porque usualmente son los que leemos más temprano en la vida”.
El 
policial es un género límpido, depurado. Es siempre un recomienzo, un 
grado cero. Ideal para los lectores más perezosos y los más 
pretenciosos. La identificación puede ser absoluta –el lector es un 
investigador privado, eso lo supo el primero que abrió un tomo–, y el 
detective lee como nadie, signos y señales que descifra recurriendo a la
 maña o, en el siglo XX, a la fuerza. El mapa del género es inabarcable 
y, como bajo la niebla que bendijo su origen, no tiene límites visibles.
 (Direcciones, locaciones y trayectos, no obstante, son claves en un 
policial.) El ensayista Frank Kermode decía que “una consecuencia de la 
formación del canon es que más allá de que el canon se conforme por fiat
  teológico o autoridad pedagógica o incluso el azar, cada miembro 
existe cabalmente sólo por la compañía de otros, un miembro del canon 
nutre y califica a otros… en cierto sentido todos se vuelven parte de un
 libro más grande y todos cambian en el proceso”. Nunca más cierto que 
con un género poblado, frondoso, como el policial. Mientras tanto los 
críticos, como fotógrafos de policiales, vienen sintonizando las radios 
de los patrulleros y las ambulancias para llegar al mismo tiempo a la 
escena del crimen. En el ámbito anglosajón han ido asestándole sucesivos
 bautismos de fuego: crime novel , mystery novel , detective fiction , private eye nove l, whodunit
 . Como sea, en todas sus máscaras y escenarios, el género logra lo que 
los maestros que a cada mes mudan de sitio a sus alumnos: renovar el 
estado de su atención. Raymond Chandler decía que “la ley no reconoce 
otro plagio que no sea el de las tramas básicas”.
En el género 
policial, las ramificaciones y variantes son inabarcables y los enigmas 
permanecen intactos. Todavía hoy, más de un siglo y medio después del 
nacimiento del género, no sabemos realmente quién era Edgar Allan Poe o,
 para el caso, cómo hizo Georges Simenon para escribir lo que escribió. 
La cuestión del género policial es, como la traducción, una conversación
 infinita, y entre estos territorios existe una callada relación. El 
detective decodifica, y de su astucia depende el éxito de la labor y a 
veces su vida. El traductor actúa de detective y, por los límites 
intrínsecos de su propio idioma y las limitaciones de su capacidad, se 
ve forzado a veces a hacer de criminal. 
Acaso una de las razones 
por las que el género policial ha obtenido un éxito sostenido en tantos 
lugares a lo largo de tanto tiempo es porque procura con más gracia una 
posibilidad que otros han buscado en la ciencia o la religión: poder 
explicarlo todo. A la vez, si uno recuerda que la aparición de la 
escritura, como lo repetía Lévi-Strauss, fue un elemento de control, de 
poder, y asocia esta cuestión al dominio que un relato policial busca 
ejercer sobre el lector, el género plantea la antítesis de una 
literatura que le permita al lector erigirse como tal, es decir como 
protagonista paralelo. Será por eso, quizá, que el estatuto literario 
del género padeció constantemente de cierta fragilidad. Es curioso, 
porque los representantes más competentes -Conan Doyle, Hammett, 
Simenon- poseían un don natural para saber incluir qué es lo que más le 
conviene a un relato, qué es lo que lo vuelve más interesante. Otro de 
ellos, Raymond Chandler, aseguraba que “cuando un libro, cualquier clase
 de libro, alcanza una intensidad determinada de ejecución artística se 
vuelve literatura”. Para la cantidad de practicantes que tuvo, no fueron
 demasiados los que alcanzaron esa cima. Tampoco en otros géneros, pero 
la incógnita persiste: ¿no puede alcanzar la grandeza literaria un 
género tan delineado, pautado, predecible a pesar de sus intenciones? 
Los grandes escritores escriben con formas lógicas. Asombrosamente 
lógicas. Y en un principio el género policial hizo de esta costumbre su 
razón de ser.
No hay mucho inesperado, si se piensa, en el género,
 excepto en la escritura, en el caso de los mejores, o en la invención 
de un personaje más alucinado (caso Holmes, el príncipe Zaleski, Max 
Carrados). La pasividad del lector hace pensar que fue el primer cine 
que hubo (y años después las adaptaciones a la pantalla de novelas 
policiales serían legión). El género se fue abriendo, y aireando, con 
los años. Repetía Chandler: “Una obra de misterio realmente buena es 
aquella que uno leería aun cuando supiera que alguien arrancó el último 
capítulo”. 
Los franceses Boileau y Narcejac sentenciaron que la 
novela policial es una pesquisa que tiene por fin elucidar un misterio. 
Es decir, inventar un misterio para la pesquisa y una pesquisa para el 
misterio. Y, de paso, procuraron una definición que vale para buena 
parte de la literatura: “Pesquisa y misterio se crean juntas, de tal 
manera que, siempre, la pesquisa toma prestado del misterio una eficacia
 extraña y maravillosa, mientras que el misterio le opone a la pesquisa 
una opacidad particularmente aterradora”.
Los primeros capítulos
Hasta
 para los más inocentes el género empieza con Poe, con la aparición de 
su detective Auguste Dupin, que en “El misterio de Marie Roget”, en un 
guiño cómplice hacia quien lo estaba leyendo asume el papel del lector 
total, que resuelve el caso sin moverse, a través de los diarios. Wilkie
 Collins y su amigo Dickens contribuirían lo suyo al género, que 
encontraría su clímax y cristalización con Arthur Conan Doyle. En 1887 
se publica Un estudio en escarlata  y deja sus primeras huellas el más 
memorable de los sabuesos. Sherlock Holmes es –nunca se usa el pasado 
con los inmortales– misógino, adicto, ingenioso para disfrazarse, está 
interesado en los saberes más absurdos y se desplaza en la atmósfera de 
una época fijada magistralmente, bajo un clima helado, lluvioso, 
ventoso. Doyle, como Simenon, fue un maestro del tiempo, de la 
intemperie. Sabía que sólo una atmósfera adecuada podía dar pie a una 
inteligencia de otro mundo y a un personaje inolvidable. (Cómo crearlo 
es el misterio mayor del género.) Como siempre pasa en literatura, un 
escritor alcanza o se destaca una cosa y olvida o ignora veinte. Es el 
arte del sacrificio. En Doyle, los defectos de construcción no importan;
 lo que cuenta es el efecto. Cuanto más teatral, y más inverosímil, más 
realista y más creíble se vuelve. A Holmes su autor no lo soportó más y 
tuvieron que revivirlo los lectores. Ya no pertenecía al autor; un 
personaje de esas dimensiones echa por tierra la vanidosa y criminal 
noción de autoría. A Doyle le interesaba el espiritismo, y llegado un 
punto Holmes se convirtió en un espíritu presente, en vida, con el que 
Doyle no quería comunicarse. Nos sobrevivirá a todos. Tuvo –tiene– un 
museo propio, la recreación de su casa en Baker Street, dentro de un 
edificio, integrada a lo real. Todavía se puede cruzar la puerta mágica,
 como sugiere Conan Doyle en el libro homónimo dedicado a sus lecturas. 
El género policial monta en escena el enigma de la literatura: para qué 
escribirla, leerla, para quién, en nombre de quién, uno se empeña en que
 perduren sus incógnitas.
Iba a ser Sherringford Holmes y fue 
Sherlock Holmes. La fórmula del éxito: un nombre extraño, un apellido 
común. Sherlock Holmes, Sexton Blake. Algo en el oído le dijo a Conan 
Doyle que la música de un nombre puede decidir su destino. Entendieron 
la lección quienes después crearían a Sam Spade, Philip Marlowe, Charlie
 Chan, Charlie Mortdecai, Nero Wolfe, John Appleby, Gervase Fen, Gideon 
Fell, Mike Hammer, Albert Campion, Arsène Lupin, Jules Maigret, Padre 
Brown. Detengamos la nómina ahí, antes de que se note que el recuerdo ha
 traicionado a los otros. (De uno de los personajes de The Terrible Door
 de George Sims se dice: “Tenía mala memoria, algo fatal para quien 
quiere mentir bien durante cierto tiempo”.) Ningún personaje controla el
 nombre que se le pone. Tampoco ninguna persona. La vida de un personaje
 y la nuestra parecen un largo proceso de adaptación al destino que ese 
nombre parece señalar. Decenas de autores buscaron otros nombres para 
torcer su destino y el género policial es un territorio sembrado de 
seudónimos. Cornell Hopley-Woolrich también era Cornell Woolrich, 
William Irish y George Hopley. Decil Day-Lewis firmó como Nicholas. 
Edmund Crispin tomó ese nombre de una novela de Michel Innes, que se 
llamaba en realidad J.I.M. Stewart. Donald Westlake fue Richard Stark. 
Evan Hunter fue Ed McBain. Kenneth Millar prefirió llamarse Ross 
Macdonald. 
Del otro lado encontramos al héroe criminal, retratado
 con maestría por Patricia Highsmith. (Para Julian Maclaren-Ross, una de
 las principales pruebas del buen escritor de policiales es la creación 
de villanos convincentes y poco convencionales.) Durante el reinado de 
las revistas hubo personajes como Sexton Blake y Nick Carter que iban 
relevando sus autores, todos escondidos detrás de un alias. E.S. Turner 
apuntaba: “Nadie sabrá nunca cuántas historias escritas con un detective
 fueron rechazadas y luego reenviadas con éxito a otro editor con el 
nombre de otro detective; tampoco a cuántas historias, una vez aceptadas
 por un editor, se les cambiaba el nombre del héroe al de otro detective
 para subsanar alguna emergencia editorial”. La aparición semanal 
inducía a la creación de detectives seriales y a la idea intrínseca al 
género de lo serial –Erle Stanley Gardner y Perry Mason, Ross MacDonald y
 Lew Archer, etc.–, suscitando de esta manera un género para 
coleccionistas y lectores-coleccionistas. El que hojeaba con fanatismo 
revistas como Detective Story  era Ludwig Wittgenstein, a quien 
debe haberlo cautivado el nudo del género, la economía de palabra: “Si 
la filosofía tiene algo que ver con la sabiduría, no encuentras un grano
 de ella en Mind, y sí con frecuencia en los cuentos de detectives”. El 
novelista e historiador Julian Symons asegura que como se empezó a 
viajar menos en tren y más en auto, cayó la venta de revistas y se pasó 
gradualmente del cuento a la novela.
La silueta y la sombra
De
 la mano de sus acompañantes, Dupin y Sherlock Holmes adoptaron y 
renovaron el protagonismo de la pareja cervantina. Los dúos reinarían en
 el género, dentro y fuera de la ficción, y brillarían diversos dúos 
autorales: Borges y Bioy Casares crearon a Isidro Parodi, Ellery Queen 
(Frederic Dannay y Manfred Lee) creó a Ellery Queen, Boileau y Narcejac 
firmaban juntos, apenas separados por un guión, como si adquirieran con 
un solo gesto la estirpe siempre impostada de un apellido compuesto. 
Siempre hay otro detrás. Y no pocas veces ese otro fue un poeta. 
Baudelaire fue el primero en reconocer las virtudes y la potencia de 
Poe. Las relaciones secretas entre el policial y la poesía, como 
sabemos, están dadas desde el origen, desde que Poe decidió ser poeta 
por otros medios. Pero los ejemplos siguieron y abundan: Celan traduce a
 Simenon, Gabriel Ferrater escribe un policial, Auden lo lee con 
devoción, Borges lo ensaya con suma gracia, el poeta Cecil Day-Lewis se 
convierte en el autor de La bestia debe morir –traducido por Wilcock–, 
James Sallis crea al detective negro y profesor de literatura 
contemporánea Lew Griffin. No es improbable que la comparación poética 
sea uno de los recursos más frecuentes en el género para encender el 
estilo. Ross Macdonald escribe: “Su cuerpo se acomodó en una pose bella,
 inmóvil, pero su cara apenas arrugada se veía fastidiada con esa pose, o
 resentida, como un ángel que vive con un animal”.
Como si el 
suspenso se construyera sobre los capítulos faltantes, el policial es 
todavía hoy un terreno a descubrir. Permite recuperar al lector que uno 
ya no es, o ser por primera vez el lector que nunca fuimos. En general, 
tenemos la arrogancia de felicitarnos por la clase de lectores que 
somos, leyendo a Borges o Greene (otro especialista en culpa e 
inocencia) o firmas menos confesables. Pero cuando menos conscientes 
somos de qué clase de lectores somos es cuando más capturados estamos 
por lo leído, que es lo que sucede en el policial con más frecuencia que
 en cualquier otro género. El lector que somos en ese momento, frente a 
Derek Raymond o Simenon, venturosamente no despierta ninguna vanidad en 
especial. El policial busca del lector lo que el resto de la literatura:
 un adicto. Pero se trata de una adicción que no se cobra vidas. El 
viejo cuento de la literatura: nada es lo que parece.