21.8.10

La huella del crimen global

Enigma, investigación y detective son las claves de un género cargado de estereotipos. En los últimos años, el centro de la novela negra ha pasado de Estados Unidos e Inglaterra a países como Suecia. ¿Cómo se reconfigura en diferentes contextos sociales y económicos?

TENDENCIA. El policial en el mundo.fotoilustración.fuente:Revista Ñ

La historia ya no transcurre en Londres, París o Nueva York. Ahora los crímenes y los investigadores pueden encontrarse en cualquier parte del mundo, de Venecia a Pyongyang, de Atenas a Luanda, de Edimburgo a Valparaíso. La globalización de la novela policial plantea un nuevo enigma para la crítica literaria. Al margen de los planes de la industria editorial, las respuestas a ese misterio parecen encontrarse en las formas y las lecturas de un género que cambia y a la vez vuelve a los orígenes, cargado de estereotipos y simultáneamente abierto a reflexiones que no tienen lugar en otros textos literarios.

La difusión de la novela policial podría explicarse por el tipo de producción que supone. El ritmo regular de los autores, la entrega periódica al mercado, recuerda a los modos de circulación del folletín y la novela popular del siglo XIX. Puede tratarse de una decena de títulos, como los que dedicaron Maj Sjöwall (Suecia, 1935) y Per Wahlöö (Suecia, 1926-1975) al inspector Martin Beck, o de más de un centenar, posible récord que ostenta Sheiji Shimada (Japón, 1948). Históricamente, la figura del escritor de género ha estado desprovista del aura del escritor clásico, y esa circunstancia remite a condiciones frecuentes de trabajo: la escritura por encargo, la producción en serie. El nombre de autor puede funcionar como marca, y por eso las portadas de los libros lo destacan por encima del título de las obras.

Un relato policial necesita básicamente un enigma y un detective. La creación de un investigador permite desarrollar una saga; la saga, a su vez, favorece la instalación del autor, su familiarización con lectores de cualquier parte del mundo. Así como hay escritores dedicados a las intrigas policiales, también hay lectores exclusivos del género. Son parte muy interesada en el asunto, desde que Arthur Conan Doyle decidió matar a Sherlock Holmes y las quejas de los seguidores del detective decidieron su regreso, sano y salvo.

Los premios literarios, los festivales y encuentros de escritores y las colecciones del género realimentan un circuito que funciona de manera muy aceitada. La pionera Semana Negra de Gijón, donde se otorgan los premios Dashiell Hammett y Rodolfo Walsh, ha dado lugar a la Barcelona Negra, que tiene su premio Pepe Carvalho, y al Getafe Negro. El premio más importante en lengua española, al menos en términos económicos, es el que convoca la editorial RBA desde 2007 y que han ganado autores consagrados como Francisco González Ledesma (España, 1927), Andrea Camilleri (Italia, 1925) y Philip Kerr (Escocia, 1965).

RBA publica además "Serie Negra", una colección que reúne autores del boom nórdico, redactores de best-séllers y clásicos de la novela negra norteamericana. Para los lectores argentinos, el título remite a la colección que dirigió Ricardo Piglia para la Editorial Tiempo Contemporáneo, a fines de los años 60, y es un nuevo homenaje a la "Série Noire", de Gallimard, fundada en 1945 por Marcel Duhamel, con 2460 títulos publicados a la fecha.

Después de Wallander

A primera vista, ningún detective se parece a otro. Sin embargo, hay rasgos que se reiteran. En general, sufren a sus jefes, sea porque se trata de burócratas o porque están en medio de una enmarañada red donde se cruzan la CIA y la DEA, como le ocurre a Art Keller en El poder del perro (RHM), de Don Winslow (Estados Unidos, 1953). Pero el prototipo del investigador solitario no siempre garantiza un personaje logrado. Jack Reacher de Lee Child (Inglaterra, 1954), es un ex oficial de policía dedicado a hacer justicia allí donde lo necesiten, un vagabundo que recurre a la violencia y las armas para resolver sus problemas: un estereotipo reforzado con fórmulas trilladas del cine.

Hay creaciones calcadas sobre modelos célebres. Charlie Chan, el investigador metódico y de apariencia inofensiva, tiene un descendiente en el inspector O, detective de Corea del Norte creado por James Church (seudónimo de un presunto agente de inteligencia occidental "con años de experiencia en Asia", según el editor inglés). El inspector Morimoto, de Timothy Hemion (Inglaterra, 1961), sigue los pasos de Sherlock Holmes en la ciudad de Okayama.

La impronta de Kurt Wallander, el personaje de Henning Mankell (Suecia, 1948), resulta notable en las nuevas versiones. Los investigadores privados suelen acusar, como él, los efectos de una vida privada poco feliz. Además de los casos policiales, tienen que resolver una novela familiar. No todos gozan de un matrimonio diáfano, como el comisario Brunetti, el personaje veneciano de Donna Leon (Estados Unidos, 1942). El inspector Rebus, de Ian Rankin (Escocia, 1960), tiene una mujer que no lo comprende. Su colega Erlendur Sveinsson, personaje de Arnaldur Indridason (Islandia, 1961), perdió un hermano, está separado y su hija es drogadicta. Harry Hole, de Jo Nesbo (Noruega, 1960), lucha contra la adicción al alcohol, un vicio recurrente.

La pareja de personajes de carácter opuesto y complementario sigue presente. Roberto Ampuero (Chile, 1951) recurre con buen resultado a ese tópico en la saga del detective Cayetano Brulé y su ayudante Bernardo Suzuki, inaugurada con ¿Quién mató a Cristián Klustermann? (Norma), donde la intriga policial se asocia con el exilio chileno durante la dictadura de Pinochet. Nacido en La Habana y radicado en Valparaíso, Brulé es un detective graduado en una academia de Miami que por lo general se dedica a trabajos modestos, pero cuyos servicios también son requeridos cuando la policía no puede resolver un caso. "Soy un proletario de la investigación policial", dice.

La pareja puede ser mixta. Harlan Coben, cuyas historias suelen apelar a las ideas más conservadoras de los lectores, presenta a Loren Muse, jefa policial que debe lidiar con el machismo de sus subordinados, y el fiscal Paul Copeland. La inspectora Petra Delicado y su ayudante Fermín Garzón son los protagonistas de las novelas de Alicia Giménez Bartlett (España, 1951). En Ojos violetas, Stephen Woodworth inicia la serie del agente del FBI Dan Atwater y Natalie Lindstrom, detective psíquica que puede hablar con las almas de los muertos y hacer de médium para que testimonien en procesos judiciales. Algunos dúos exploran lo bizarro: Jonathan Kellerman (Estados Unidos, 1949) ha construido una saga sobre la base de los casos de un psicólogo infantil al que asiste un oficial de policía gay y con inclinaciones literarias. Y también hay protagonistas colectivos. Si bien tienen como eje al comisario Adamsberg, las novelas de Fred Vargas (Francia, 1957) ponen en escena el conjunto de un cuerpo policial, al estilo de Ed McBain (Estados Unidos, 1926-2005), autor con influencia sostenida en la tematización realista de los procedimientos policiales.

Stieg Larsson (Suecia, 1954-2004) ha compuesto la pareja más atractiva de los últimos tiempos. Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander, los protagonistas de la trilogía Millenium, están marcados por el fracaso y el sufrimiento, y esos reveses los vuelven carismáticos. Blomkvist es además un lector de novelas policiales; y los libros que lee, en el curso de Los hombres que no amaban a las mujeres, son guiños cómplices para el lector de género: antes de descubrir que el heredero de las empresas Vanger secuestra, tortura y asesina mujeres, lee una novela de Val McDermid sobre un asesino con esas características; cuando se asocia con Lisbeth Salander, lee otra de Sara Paretsky, cuya protagonista es una mujer detective de características insólitas, como su compañera.

"No soy un detective privado", aclara Blomkvist. Pero es él quien se encarga de resolver la desaparición de Harriet Vanger. El investigador aficionado, una figura a la que la novela negra parecía haber liquidado, goza de buena salud. Giorgio Todde (Italia, 1951) toma como personaje a Efisio Marini, un médico embalsamador sardo que vivió entre 1835 y 1900; Celil Oker (Turquía, 1952), a un detective expulsado de la Fuerza Aérea; Saskia Noort (Holanda, 1967), a una diseñadora gráfica devenida a la fuerza en investigadora de unos crímenes. Este retorno se explica también por una característica de cierto tipo de autores que atrae a la industria editorial: un escritor también aficionado, que llega al género desde disciplinas heterogéneas y está calificado no en términos literarios sino por su desempeño en algún ámbito relacionado con la investigación criminal. La antropóloga forense Kathy Reichs (Estados Unidos, 1950), la abogada Asa Larsson (Suecia, 1966) y el periodista Stieg Larsson pueden encuadrar en esta corriente.
Sus personajes son a la vez sus alter ego.

Negro al cuadrado

El centro de irradiación de la novela policial ya no se encuentra en Estados Unidos ni en Inglaterra, pese a la importancia de escritores como James Ellroy (Estados Unidos, 1948). Los autores más difundidos provienen de países sin mucha tradición en el género, como Suecia o Escocia.

El desarrollo más sorprendente de la novela policial quizá pueda encontrarse en la literatura africana contemporánea. El último descubrimiento de las editoriales europeas y norteamericanas es Deon Meyer (Sudáfrica, 1958). Pero el desarrollo del género tiene una historia rica y compleja en el continente.

Achille Ngoye (Congo, 1944) fue el primer africano publicado en la "Serie Noire" de Gallimard, con Agence Black Bafoussa (1996), cuya historia comienza con el asesinato en París de un activista africano que lucha contra el dictador de un país imaginario. Ngoye atribuye el interés del policial a tres factores: es una vertiente aún inexplorada en la literatura africana; permite acceder a un público amplio y difundir ideas y, finalmente, "la vida no es tan rosa como se la quiere presentar".

Otro autor muy difundido en francés y en español, Yasmina Khadra (Argelia, 1955), desarrolló la saga de Brahim Llob, un comisario aficionado a escribir novelas policiales, al que termina por dar muerte en la novela El otoño de las quimeras (1998). Khadra es el seudónimo femenino adoptado por Mohamed Moulessehoul, ex comandante del ejército de su país. La novela policial tiene un desarrollo sostenido en Argelia al menos desde los años 70, y en los últimos años ha cobrado un nuevo impulso con autores jóvenes.

Driss Chraïbi (Marruecos, 1926-2007) produjo una serie donde el relato policial se cruza con la sátira política. En El hombre que venía del pasado, su personaje, el inspector Alí, investiga la presunta muerte de Bin Laden en Marrakech. Su compatriota Miloudi Hamdouchi, alias Colombo, escribe novelas policiales más ortodoxas, con la autoridad que le da su condición de ex comisario y criminólogo. Alain Mabanckou (Congo, 1966) toma el tema de los asesinos seriales, con African Psycho (2005).

En Senegal, el género se desarrolla a partir de Abasse Ndione (1946). En Tanzania, Ben Mtobwa (1958-2008) inauguró el género en swahili con Dar es Salaam usiku (1998). En Malí, Aïda Maly Diallo, una de las primeras africanas dedicadas al género; su novela Kouty, memoria de sangre, también traducida al español, narra la historia de una niña que venga la masacre de su familia por saqueadores tuaregs.

Una característica del policial africano es que el culto del género resulta menos importante que su utilidad para la difusión de ideas, como ocurre en la trilogía Variations on the theme of an African Dictatorship, de Nuruddin Farah (Somalía, 1945). Pepetela (Artur Pestana dos Santos Angola, 1941) creó el personaje Jaime Bunda, como parodia de James Bond, para satirizar la vida en Luanda y plantear una mirada crítica sobre la política sudafricana y la política de Estados Unidos hacia el continente. Bunda es un James Bond sin tecnología, subdesarrollado, y sus historias, dice Pepetela, constituyen "falsos policiales" en la medida en que "el argumento policial es un pretexto para analizar la sociedad".

Enigmas en el jarrón

"Una sociedad queda retratada por los crímenes que se producen", dice Lorenzo Silva (España, 1966), pero esa frase ya es un cliché. Que la policía sea ineficaz y las instituciones no funcionen son casi condiciones de posibilidad para un relato policial. Decir que la novela policial, en Suecia, descubre el lado oscuro del estado socialdemócrata es más bien un argumento de marketing. Por otra parte, en contradicción con la visión crítica que se atribuyen, los escritores europeos y norteamericanos suelen reafirmar el rol central del Estado y en particular de la policía en la investigación criminal. A la luz de la historia reciente, ese tipo de personaje es inverosímil en América Latina; pero más que un obstáculo puede tratarse de una posibilidad para desarrollar un sentido propio del género, como muestra Trampa para ángeles de barro, de Renzo Rossello (Uruguay, 1960), donde un policía marginal, con un pasado oscuro como agente de inteligencia, y un delincuente se mueven en una trama manejada donde se enlazan la corrupción, la pequeña delincuencia y un par de personajes memorables.

Petros Márkaris (Turquía, 1937) reivindica la tradición crítica del género, pero no tanto en relación con la novela negra norteamericana como a la literatura europea, y en particular con Bertold Brecht. El autor de la saga del comisario Kostas Jaritos (Tusquets) describe el relato policial como "novela social" enfocada en la actualidad: a partir de la caída del Muro de Berlín, dice, el crimen se ha globalizado y la economía del delito se ha expandido de tal forma que no puede distinguirse de la economía de origen legal.

Las historias, entonces, pueden situarse en cualquier lugar. Así, las novelas de Mari Jugnstedt (Suecia, 1962) transcurren en la isla de Gotland; las de Asa Larsson en el pueblo de Kiruna; las de Arnaldur Indridason en Rejkiavik. Los escritores reparan en su entorno, aunque con logros diferentes. La ciudad de Oslo no pasa de ser un simple decorado en las novelas de Jo Nesbo; Philip Kerr se propone hacer de Berlín "un carácter de la misma manera que Los Angeles es un carácter en Chandler: un sentido de lugar es esencial en una buena ficción".

En Los hombres que no amaban a las mujeres, el misterio está planteado en la isla de Hedeby, en un momento en que un accidente bloqueó la comunicación con el continente. Larsson retoma así un antiguo tópico: el misterio del cuarto cerrado, el crimen cometido en una habitación a la que es imposible entrar y de la que es imposible salir. Pero la referencia del sueco no es Edgar Allan Poe, el escritor que estableció ese tema y fundó el género, con Los crímenes de la calle Morgue (1841), sino Dorothy L. Sayers, una escritora menor pero emblemática de la antigua novela policial, aquella del enigma en el jarrón veneciano, según la expresión de Raymond Chandler para rechazar ese tipo de literatura.

Blomkvist investiga un misterio con una lista cerrada de sospechosos. Este rasgo recuerda a las novelas de Agatha Christie, referencia que reaparece explícitamente en otros escritores, como Fred Vargas. La creciente difusión de la novela policial de corte histórico, las intrigas ambientadas en un pasado lejano o con enigmas que remiten a épocas remotas y, en consecuencia, desatan investigaciones complejas son otros indicios de que el predominio de la novela negra como forma del relato policial está actualmente en cuestión.

"Cuando te aproximas a algo debes saber qué puedes esperar de él. Y debes esperar precisamente aquello que constituye su esencia", decía la poeta rusa Marina Tsvetáieva. La esencia de la novela policial consiste en unos pocos elementos que se mantienen invariables y que no podrían cambiar. Un enigma, el relato de una investigación, un detective, cierta iluminación del mundo: no hay mucho más. La clave de la difusión del género se encuentra en esa fórmula vigente desde sus orígenes y susceptible de las más diversas realizaciones. El encanto de un relato policial no consiste en acontecimientos irrepetibles ni en personajes novedosos, sino en ofrecer a los lectores la combinación de los mismos elementos, la repetición de una aventura inesperada.

La muerte y la brújula
Vicente Battista
En 1841 Edgar Allan Poe publica Los crímenes de la calle Morgue y establece las pautas de lo que poco después se conocería como "género policial". Tres años antes, en Buenos Aires, Esteban Echeverría había escrito El matadero (que se publicaría póstumamente en 1874), un texto en el que se pueden advertir algunos elementos cercanos a ese género. Aunque la violación y la muerte del joven unitario no bastan para tildar de policial a El Matadero, a su manera preanunciará la importancia que en la Argentina iba a tener ese modo de la literatura. No es casual que la primera novela policial publicada en lengua española haya aparecido en Buenos Aires. Se trata de La huella del crimen, de Raúl Waleis (pseudónimo de Luis V. Varela), editada en 1877 por Imprenta y Librerías de Mayo y anunciada bajo el rubro de "Novela Jurídica Orijinal" (sic). Su personaje clave es el comisario L'Archiduc, policía de París, que también será protagonista en Clemencia, la siguiente novela de Waleis. Para realizar sus investigaciones L'Archiduc recurre a la metodología que haría famoso a Sherlock Holmes. A Holmes lo encontraremos por primera vez en Estudio en escarlata, publicada en 1887. Como ya hemos visto, el comisario L'Archiduc resuelve su primer caso en 1877; es decir, lo hace diez años antes de que el célebre detective de Baker Street se diera a conocer.

L'Archiduc sigue los pasos de Monsieur Lecocq quien, a su vez, transita la senda trazada por el chevalier Dupin. Puro espíritu británico, en Estudio en escarlata Holmes ignora a L'Archiduc (es muy improbable que oyera hablar de él) y se burla de Dupin ("no cabe duda de que los análisis de Dupin eran geniales, pero no eran en absoluto el fenómeno que Poe parecía describir") y de Lecocq ("lo que Lecocq tarda al menos seis meses en conseguir me hubiera llevado a mí menos de veinticuatro horas"). Sin embargo, el sarcasmo de Holmes no alcanza a quebrar esa cadena del policial que comienza con Poe, continúa con Gaboriu, quien humildemente se considera su discípulo, se extiende a Waleis, quien a su vez se confiesa discípulo de Gaboriu, y se prolonga en Conan Doyle. Es interesante detenerse en ese ciclo para comprobar de qué modo el género policial se incorpora de inmediato en estas tierras. Basta con evocar a todos los escritores argentinos que lo practicaron y practican para comprender que llegó con el propósito de multiplicarse. Podríamos aventurar distintas hipótesis para explicar esa situación, desde nuestra necesidad de resolver enigmas hasta los modos particularmente violentos de enfrentar conflictos. En estas dos características –enigma/violencia– se centran los dos esenciales modos del policial, tanto el propuesto por Edgar Allan Poe como el propuesto por Dashiell Hammett. Pienso que hay un escritor argentino, Rodolfo Walsh, que aglutina y sintetiza ambos modos.

En 1953 Walsh compiló Diez cuentos policiales argentinos, la primera antología del género editada en nuestro país. En ese mismo año dio a conocer Variaciones en rojo, un volumen de cuentos policiales que tendrá por protagonista a Daniel Hernández, un corrector de pruebas que deviene detective llevado por las circunstancias: "Daniel no se habría interesado en la solución de problemas criminales –señala Walsh en el prólogo del libro– ni habría llevado su antigua amistad con el comisario Jiménez al nivel de una activa –y a veces molesta– colaboración". Además de Jiménez, policía en actividad, Walsh puso en escena a otro comisario, Laurenzi, algo irónico y muy suspicaz, pero ya retirado de la Fuerza. La misión de Hernández, de Jiménez y de Laurenzi es resolver enigmas, por consiguiente obedecen a las pautas del policial clásico, "género del que hoy abomino", confesaría Walsh un par de años después; exactamente en 1956, cuando llegó a sus oídos que podría haber sobrevivientes del fusilamiento clandestino que ordenara el general Aramburu para los supuestos participantes del alzamiento comandado por el general Valle. Buscó las fuentes y el resultado fue Operación Masacre, libro con el que inauguraría un nuevo género. "No fiction", lo bautizaron en los Estados Unidos y le otorgaron la paternidad a Truman Capote y a Norman Mailer, por A sangre fría y por La canción del verdugo, aunque ambas novelas aparecieron muchos años después de Operación Masacre. Poco importa el desliz, lo que de verdad interesa es que todos esos títulos se refieren a hechos criminales. Los libros posteriores de Walsh –¿Quién mató a Rosendo? (1969) y El Caso Satanovsky (1973)– consolidarán esa manera de contar la historia, con palabras precisas, definitivas, los modos típicos del policial negro.

El viernes 25 de marzo de 1977, en una esquina de San Juan y Entre Ríos, en el barrio de San Cristóbal, Rodolfo Walsh fue cercado por un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada. Tuvo tiempo de sacar la pistola calibre 22, pero no le sirvió de nada: los sicarios lo acribillaron a balazos y de inmediato, como quien recoge un trofeo, se llevaron su cadáver; aún continúa desaparecido. Si bien fue un crimen político, uno de los muchos que se cometieron en la última dictadura, no se puede negar que esa muerte heroica contiene el desgarro y la violencia de un excelente texto policial. Aquel que por estas tierras prefigurara El matadero y que se fue multiplicando sin descanso hasta llegar a nuestros días.

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