6.4.09

La historia del crimen


Por Edmundo Paz Soldán
Cuando se cuenta la historia de la literatura policial, se suele decir que Poe inventó el género a mediados del siglo XIX, con tres cuentos protagonizados por Auguste Dupin
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"La carta robada", "Los crímenes de la calle Morgue", "El asesinato de Marie Roget"--; su detective, paradigma de la razón en Occidente, era capaz de resolver casos sin necesidad de visitar la escena del crimen: le era suficiente el procedimiento deductivo. Los ingleses radicalizaron el modelo: desde Conan Doyle hasta Agatha Christie, triunfaron los hombres que confiaban en las "células grises" (Holmes, Poirot). En el siglo veinte, llegaron los norteamericanos con la novela negra: Chandler, Hammett y Cain trasladaron al detective de las grandes mansiones en la campiña inglesa a las calles de la ciudad corrupta. La razón ya no era suficiente, ahora valían los puños y cualquier otro artilugio violento para atrapar al criminal.

Se cree que la literatura policial contemporánea es una mezcla de estas dos vertientes. Están los razonadores -con Fred Vargas a la cabeza--, los seguidores del modelo noir --Connelly y Pelecanos, entre muchos otros--, y los que son una mezcla de ambos -Rankin, Camilleri. Esta historia es muy anglosajona, y le faltan otros capítulos: por ejemplo, la crítica devastadora de Borges al género, en "La muerte y la brújula", y, sobre todo, la obra de los suecos Maj Sjöwall y Per Wahlöö en diez novelas conocidas como "La historia del crimen" (1965-1975). El relanzamiento de Sjöwall y Wahlöö en España a través de la "serie negra" de RBA, y en Estados Unidos en la serie Black Lizard Crime de Vintage -cuatro novelas publicadas, dos más en junio--, permite apreciar cómo su contribución al género es tan imponente que se ha vuelto invisible.

Martin Beck es el detective principal de Sjöwall y Wahloo. Beck es un hombre normal, alejado de los grandes intelectos como Sherlock Holmes y Hercules Poirot, y también de los cínicos románticos como Philip Marlowe; a veces le funcionan sus intuiciones, pero otras, como en El hombre que ríe --la mejor novela de la serie--, sus errores retrasan la resolución del caso. Beck arrastra un matrimonio fallido -sigue casado, pero discute todo el tiempo con su mujer y prefiere dormir en el sofá--, y se dedica por completo a su trabajo: ser policía no parece más importante que ser arquitecto o albañil.

La normalidad de Beck no es tan original: le debe mucho al Maigret de Simenon. El gran logro, sin embargo, no tiene tanto que ver con la creación de un detective -eso sería repetir el modelo tradicional--, sino mostrar todo un procedimiento, todo un cuerpo de policía en acción. En "La historia del crimen", importan mucho las relaciones entre los distintos miembros de la Jefatura de policía de Estocolmo: la admiración, los celos, el resentimiento que existe entre Beck, Kollberg, Melander, Larsson y Rönn ayudan tanto como entorpecen la buena marcha de un caso. También son claves los interrogatorios tediosos, las pistas falsas, la rutina que parece no conducir a ninguna parte. Y ni qué decir de los largos momentos en los que Beck desaparece de la escena y la resolución la lleva a cabo otro policía: en El policía que ríe, el novato Stenström es el que se enterca con una pista hasta resolver el caso; en El hombre en el balcón, Beck y Kollberg arrestan al hombre equivocado, pero unos simples agentes de radiopatrulla, Kristiansson y Kvant, son quienes dan con el asesino.

Sjöwall y Wahlöö estaban casados y eran conocidos periodistas de izquierda. Su meta era usar el género policial para criticar el estado de bienestar sueco, para ellos una blanda versión del capitalismo burgués. Esas críticas son algo estridentes y panfletarias; puede que sean correctas, pero no los leemos por eso. Los que creen que el policial sueco comenzó con Henning Mankell y Stieg Larsson harían bien en darse una vuelta por "La historia del crimen". Descubrirían que todos los escritores de novela policial hoy, incluso los que no los han leído, tienen una deuda con Sjöwall y Wahlöö.



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