En su premiado debut literario, Karim Miské elige el policial para reflexionar sobre la adicción al sexo y la soledad
Miské. Actualmente vive en Francia y realizó películas documentales sobre una amplia gama de temas./revista Ñ |
Arab jazz , premiada con el Grand Prix de la Litterature
Policière, es un policial muy intelectual, muy francés y no sólo por la
ambientación (París) sino sobre todo por el manejo complejo y variado de
estrategias, entre muchas otras, citas constantes de cultura popular y
elevada; estructura temporal complicada; ritmo muy lento al principio y
cada vez más acelerado y comprensible al final.
Como corresponde
al género, el comienzo es un cadáver. A partir de ese descubrimiento, la
narración se abre hacia el pasado y el futuro y termina en otras
muertes. Como siempre en el género, están presentes tanto el crimen como
la ley y sus agentes, en un curso de colisión.
Por supuesto, el
crimen sirve para explorar otros temas. A primera vista, el central
parece ser el análisis de las religiones monoteístas cristiana, judía y
musulmana en sus versiones más extremas y sectarias.
Pero si se lee más en general, más desde lejos, Arab Jazz
es un libro sobre adicciones de todo tipo, desde la de las drogas a la
del sexo y la soledad. En ese contexto, para Miské, los personajes
religiosos son adictos que necesitan superar el fanatismo y a quienes la
tarea no les resulta fácil.
Fiel al género, la novela gira
alrededor de la violencia, una violencia muy del siglo XXI: sanguinaria y
escatológica. El autor maneja el suspenso a través de su narrador en
tercera persona que pasa de un personaje a otro. La limitación del punto
de vista a lo que sabe un personaje ayuda a construir escenas
magistrales de terror, por ejemplo, el último corte de pelo de Ahmed,
uno de los protagonistas, en la peluquería de Sam.
Los personajes
están cuidadosamente construidos, desde la personalidad a la historia.
Miské los mira con ojos bien abiertos pero con bastante piedad excepto
al grupo selecto de los que se creen “dueños de la verdad”, y desprecian
al resto, todos ellos relacionados con lo que algunas religiones llaman
“el Mal”.
Excepto por ese grupo, el narrador ve humanidad en
hombres y mujeres llenos de defectos, tocados por traumas profundos, con
fantasías terribles, y hace un intento permanente por romper todas las
miradas estereotipadas, todas las etiquetas: las raciales, las
clasistas, las de género.
Las vidas que cuenta la novela están
tocadas por la locura y el espanto, todas, incluso la de los policías.
La reflexión sobre esas vidas cambia a lo largo de las páginas:
desesperante al principio, va virando hacia la esperanza.
Tal vez,
ese cambio se relacione con otra de las dimensiones del libro, paralela
a la socio política: la filosófica. Porque Miské salpica su ficción con
frases como: “El asesinato es una experiencia interior para los
detectives”, donde uno de los detectives es, por supuesto, el lector,
sea quien fuere; “En el crimen, se ofrece la ‘eternidad’”; o la
definición de la “investigación policial” como “terapia de grupo”.
Un
abanico de lecturas posibles para este policial que, en una traducción
que es muy buena en fragmentos y no tanto en otros, tiene la capacidad
para abrir caminos de interpretación sin sacar los pies del género
policial, aprovechando así la versatilidad de un género que ya probó
muchas veces su capacidad para expresar la contemporaneidad a través de
caminos siempre nuevos.
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