2.7.11

Un policial bien hippie

Después de sus novelas complejas y exigentes, Thomas Pynchon recala en el género negro para infiltrarlo con su imaginación, como nunca alucinógena
Thomas Pynchon, escritor estadounidense que incursiona en el género negro.foto:internet.fuente.adncultura

Más que un género, el policial es a estas alturas un lugar común. Es difícil entrever qué puede haber llevado a que el invisible Thomas Pynchon (Long Island, 1937) limitara su incontenible potencia formal y verbal en el molde de un noir climáticamente luminoso como Vicio propio . Hasta ahora, el escritor estadounidense se había valido de los géneros más diversos, sólo para canibalizarlos mejor. Contraluz , su narración anterior (1400 páginas), tal vez sea su suma estética definitiva. En ella, restos del western coincidían en un mismo plano con una ciencia ficción arcaica, los relatos de aventuras y leyendas anarquistas con historias sentimentales sacadas de una novela rosa de quiosco.

La busca detectivesca fue también uno de los hilos conductores de sus libros previos. En V. (1963), La subasta del lote 49 (1966) o El arco iris de la gravedad (1973), los protagonistas partían tras los pasos de una madre fabulosa o seguían indicios que hacían sospechar de toda serie de complots para terminar descubriendo que se era una pieza más de un mayúsculo diseño inaccesible. La paranoia era, así, el permanente motor de esa narrativa-monstruo, que arrastraba en su avance una multitud de personajes excéntricos.

Capricho o divertimento, Vicio propio es, prima facie , un policial que cumple con las consignas más observadas del género negro. El esqueleto de la trama, si se prescinde de los detalles, podría haber tenido como inspiración el análisis morfólogico de cualquier relato policial. Doc Sportello, detective de Los Ángeles, recibe la vista de Shasta Fay Hepworth, ex novia que le pide que investigue el paradero de Mickey Wolfmann, un magnate de la construcción con el que mantenía relaciones. El hombre ha desaparecido de manera súbita, y algunos indicios señalan que podría haber sido internado en una clínica psiquiátrica por su mujer, ante el riesgo de que se deshiciera de toda su fortuna. Esa piedra de toque lleva al detective al lugar equivocado en el momento equivocado (algo siempre propicio para el desarrollo del argumento) y a que su némesis, un policía llamado Bigfoot Bjornsen, lo considere por un breve lapso sospechoso de un asesinato. De ahí en más, un dato lleva a otro dato, ese dato a otro personaje, ese personaje a otro dato, sucesivamente, hasta la conclusión.

"Antes -reflexiona en cierto momento Doc, pensando en los colegas que lo predecieron-estaban todos aquellos grandes investigadores de los viejos tiempos: Philip Marlowe, Sam Spade, el detective de los detectives Johnny Staccato . [?] Mientras tanto aquí, en el mundo real, la mayoría de los sabuesos privados ni siquiera sacamos para pagar el alquiler." En estas páginas, Pynchon se comporta en materia policial como un honesto seguidor de Raymond Chandler (como al escritor de El largo sueño , poco le importa que cada crimen encuentre una explicación perfecta). Por lo demás, poco comparte con el asfalto húmedo y susurrante de las historias de su aparente mentor. Las peripecias de Vicio propio transcurren en 1970 en Los Ángeles, y tienen como ruido de fondo el juicio contra el clan Manson, que representó el fin de la inocencia definitivo de todo un período. Sportello, algo inédito en la tipología detectivesca conocida, es un hippie salido del más sedado Flower Power. El contrasentido tiene explicación: para levantar una deuda, trabajó cobrándoles a morosos y, ya desempleado, empezó a valerse de los conocimientos y contactos adquiridos. Doc comparte oficina con un médico que sólo se dedica a inyectar vitamina B12 a sus pacientes. Es aficionado a la marihuana y los ácidos, pero no es un rasgo privativo de él. Lo mismo ocurre con la casi totalidad del centenar de personajes que entra y sale de escena en esta comedia alucinógena, y que responden a nombres tan improbables como Sortilège, Sauncho Smilax, Vehi Fairfield, Ensenada Slim o Flatweed y Borderline (estos dos últimos, insospechables agentes federales). Se dice que Proust no podía pensar un personaje hasta que no tenía perfectamente decidido su nombre; Pynchon es su reverso: parece inventarlos sólo para saciar su frenesí onomástico.

Entre el vértigo de sus vehículos sesentistas y el estado extático y contemplativo al que lo lleva la droga, Doc Sportello recorre Los Ángeles de lado a lado. Provee así una cartografía de esa ciudad en los sixties , plagada de bares dudosos, clínicas new age , autopistas y playas atiborradas de surfers no siempre en buen estado (el detective vive justamente en una de esas playas, la imaginaria Gordita Beach). Una escapada a Las Vegas permite sumar la colorida radiografía de un vicio adicional: el juego.

Pynchon es un artista de la digresión, del chiste gratuito (como lo demuestran sus recurrentes canciones) y de la erudición imposible, que aquí más que nunca alude a las películas y a un sinfín de series televisivas de la época, que funcionan como un opio adicional. También es un creador de caracteres en cadena. Al hippie Doc le salen al paso toda clase de freaks , incidentes extravagantes o edificios portentosos: un saxofonista tenor que se suponía muerto, bandas de música surf, émulos de Brian Wilson, protoskinheads, sensibles ex combatientes de Vietnam, voluptuosas mujeres salidas de un cómic, un psiquiátrico para ricos, billetes falsos con la cara del presidente Nixon, un omnímodo cártel indochino que trafica heroína, fabulaciones sobre Lemuria (suerte de Atlántida del Pacífico), reliquias (una corbata de Liberace, la taza de café de Wyatt Earp) o la mítica ola de San Flip de Lawndale, recurrente tsunami mar adentro que Doc encuentra mientras persigue al Colmillo dorado, un barco con mucho de fantasma.

Este acopio imaginativo, sin embargo, se ve disminuido hasta cierto punto por la coartada policial. La lealtad al género obliga -a diferencia de lo que ocurre en sus otros libros- a un mínimo de verosimilitud y a que todo ese delirio quede reducido a simples causas narcóticas.

Tal vez convenga vincular Vicio propio con otra genealogía de novelas que descubren en California -tierra que creció al amparo de la fiebre del oro- una carga utópica enardecida: desde Viejo muere el cisne , de Aldous Huxley, con su búsqueda de la inmortalidad, a Confesiones de un artista de mierda , de Philip K. Dick, con sus sectarios religiosos.

Entre los muchos personajes reales que aparecen aludidos en la novela figura Abbie Hoffman, un conocido activista de los años sesenta que alguna vez sentenció: "Los años 60 han terminado. La droga nunca será tan barata, el sexo nunca será tan libre y nunca tan bueno el rock and roll". "Lo único que sé es que todo se acabó allá por el 65, y nunca volverá a ser como antes", dice Doc, parafraseándolo. Vicio propio es una comedia jocosa y desaforada, pero también, como sugiere cierta maldición nativa aludida en el libro, la elegía de una época destinada a la fatalidad.

Pynchon se permite incluso un aporte de alcance contemporáneo a su narrativa del complot. En sus pesquisas, el inefable Sportello se topa con una computadora conectada a ARPAnet, embrión de la actual Internet. El detective hippie se pregunta cuánto tardará en ser prohibida, como todo lo que de verdad vale la pena. La respuesta se la da Sparky, un joven genio de la computación que pasa raudamente por la novela: "Un día todo el mundo se despertará -le explica- y descubrirá que ha estado sometido a una vigilancia de la que no puede escapar". Porque es cierto: el movimiento contracultural puede haber sido decisivo para la expansión de la Red, pero los impulsores originales del proyecto fueron los militares. "Y de los militares -como le gustaba recordar al respecto al filósofo Paul Virilio- nunca vino nada bueno".

Vicio propio

Por Thomas Pynchon

Tusquets

Trad.: Vicente Campos

424 páginas

$ 84

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