29.6.12

Bang, bang: estás liquidado

En la tradición del policial negro norteamericano, Que nadie se mueva es un relato lleno de disparos, con el trasfondo de una California áspera, oscura y marginal
Denis Johnson, autor de Que nadie se mueva. foto.fuente: Revista Ñ.
Denis Johnson se convirtió en escritor de culto al publicar Hijo de Jesús en 1992, un libro de relatos alimentado con la experiencia autobiográfica de sus adicciones al alcohol y la heroína. Años más tarde, en el 2007, Johnson terminó siendo el escritor consagrado por editores, colegas y críticos al obtener el Nacional Book Award con su monumental novela sobre Vietman, Arbol de humo , que fue también finalista del premio Pulitzer de ese mismo año. Entre un libro y otro, Johnson publicó varias novelas, firmó guiones de cine y obras de teatro y compiló las crónicas y ensayos que había publicado en diversos medios como New Yorker o Harper’s Bazar, con el título de Seek: Reports from the Edges of America & Beyond . Pero antes de todo eso, es decir antes de 1992, Johnson ya contaba con cuatro libros de poemas y otras cuatro novelas, entre las que destaca su poderoso debut, Angeles derrotados (narración que escribió mientras era profesor de escritura creativa en una prisión estatal en Arizona), u otras novelas con títulos que parecen salir de su confeso estatus de cristiano no convencional: Resurección del hombre ahorcado . Jesús, ángeles, resurrecciones: palabras que remiten a una obra que acoge a los grandes perdedores de la noche americana, las víctimas-victimarios que suelen llevar consigo el ambiguo destino del delito y que la pluma de Johnson empuja hacia universos de libertad salvaje o los hace esclavos de una redención eventual.
Que nadie se mueva comparte esta exploración por la oscuridad americana, complementada con la oscuridad de la novela negra y el ambiente del crimen en California. Se trata de una narración oscura, disparatada y divertida al mismo tiempo, en la que los personajes se mueven al filo del ridículo en un mundo atravesado por el vuelo quemante de las balas.
Road novel policial sin policías ni detectives, sin atributos investigativos, sin misterios que desentrañar, sin una ley moral que marque la contratara de unas acciones con frecuencia irruptivas e intermitentes, siempre al margen de la ley y de la corrección política e incluso sintáctica, con personajes entregados al extravío, absorbidos por un código que no responde a la moral ni a la justicia sino al deseo desbocado e individual, al amor áspero, a la rebeldía y a la necesidad, siempre frustrada, de superar un futuro que solo trae amenazas e incertidumbres en una Norteamérica de cartón y neón.
Un gánster árabe de nombre Juárez, una abnegada y casquivana médico veterinaria que fue enfermera en la guerra del golfo, un matón a sueldo (más parecido a un Goliat que a un ser humano en busca de venganza), una hermosa y alcohólica india proveniente de una reserva que ha dejado a su esposo encima de un charco de sangre, y un Jimmy Luntz, protagonista tambaleante, “típico merodeador de estación de autobuses”, un tipo que trabaja como solista en el coro “Los vagabundos de Alahambra”, trajeado con esmoquin blanco, chaleco a cuadros y pajarita a cuadros, y con ganas suficientes de meterse en problemas, pues es un ludópata perdedor y debe una importante suma de dinero ¿A quién? Al árabe Juárez, que tiene en Gambol (Goliat) su brazo armado, y que al escapar conoce a Anita Desilvera, la india “guapa y maldita” escapada de la reserva, de quien Luntz se enamora (en realidad todos se enamoran de Anita) para iniciar una sucesión de episodios donde no faltan el hotel de paso, la escopeta corta con cacha de nácar, los disparos que fogonean la noche, el restaurante a la orilla de la carretera, el Cadillac Brougham tapizado en cuero blanco, dos millones de dólares que todos buscan y nadie encuentra y un río, el río Feather, que corre a lo largo de estas vidas en peligro, que sigue su rumbo como si fuera la irreversible marea del destino.
Publicado originalmente como novela por entregas para la edición norteamericana de la revista Playboy, Que nadie se mueva puede ser visto como un libro menor dentro de la densa obra de Johnson, aunque sus personajes nunca se distancian de esos individuos cautivos de sus propias fragilidades que suelen gravitar en el resto de su obra, constantemente amenazados por una irrrefrenable fuerza autodestructiva. La novela ha sido llevada al teatro por el proyecto teatral Campo Santo, el mismo colectivo teatral con el que Johnson a puesto en escena casi toda su importante obra dramatúrgica.
Debemos a Rodrigo Fresán, quien ha sido traductor de Hijo de Jesús y ahora editor de Johnson para la colección Roja y Negra de la editorial Mondadori, la constancia en dar a conocer la obra de uno de los autores americanos más prestigiosos y menos conocidos en nuestra lengua, un autor que llegó a realizar contratos editoriales no a cambio de anticipos sino del pago de sus cuantiosas deudas con el fisco de los Estados Unidos y que ahora, desde el 2011, integra ese olimpo del patrimonio cultural que es el fichero de documentos originales del Harry Ransom Center de la Universidad de Austin Texas, el mismo lugar que alberga los papeles originales de gente como Edgar Allan Poe, Jack Kerouac o Jorge Luis Borges.

23.6.12

Hannah : "'Todos estamos un poquito locos, por eso nos atraen este tipo de historias"

Novelas, películas, series... El género negro sigue siendo una apuesta de éxito

[foto de la noticia]
Sophie Hannah, escritora inglesa de novela negra presenta Los muertos se tumban. foto.fuente:elmundo.es
"Pienso que, probablemente, todos estamos un poquito locos y por eso nos atraen tanto este tipo de historias", confiesa Sophie Hannah. La escritora inglesa recala en España por cuarto año consecutivo para presentar 'Los muertos se tumban' (Duomo ediciones), la nueva entrega de su saga 'noir'. En su opinión, "nos gusta leer cosas más morbosas porque nos tranquilizamos pensando 'no soy el unico que tiene este lado oscuro'".
Conocer cómo funciona la mente humana es algo que siempre le ha apasionado a la novelista. Por eso, decidió especializarse en el 'thriller' psicológico, algo que muchas veces es incluso más terrorífico que los crímenes estándar o el miedo tangible: "El misterio es una gran motivación para el lector, para que sea él quien se ponga el reto de averiguar qué y por qué ha ocurrido", explica.

La realidad escondida en la ficción

Sophie Hannah, hija de una escritora, asegura que aprendió a amar los libros porque creció rodeada de ellos desde bien pequeñita. Y eso fue lo que le motivó a seguir los pasos de su progenitora. Entregada con cada una de sus obras, como si de uno de sus hijos se tratara, sus emociones y sentimientos se pueden palpar en el papel: "Creo que es importante tener un compromiso real con los lectores, ya que a todos nos gusta leer sobre la realidad... y nada mejor para eso que mostrar lo que me sale del corazón", opina.
Esta implicación emocional tan fuerte es lo que hace que necesite un descanso de unos seis meses entre un libro y otro: "Hay escritores que me dicen que a los dos días de terminar una novela, comienzan con la siguiente. Yo sería incapaz, porque acabo agotada". Y es que volcar en una obra todos sus traumas y problemas, enmascarándolos al atribuírselos a personajes inventados, remueve demasiadas cosas en su interior.
Éste es el caso de 'Los muertos se tumban', donde Hannah muestra la obsesión romántica de querer estar con alguien por encima del bien y del mal, "algo que yo y más de uno hemos sentido alguna vez". La idea de esta novela, que se publicó en España el pasado 21 de mayo, surgió mientras la escritora veía una serie policiaca donde una persona confesaba un crimen que no había cometido para salvar a su hijo: "Este 'cliché' tan manido me hizo pensar en darle una vuelta al tema y añadir a la falsa confesión un falso crimen", declara.
En cuanto a si la realidad supera a la ficción, Sophie Hannah opina que eso no debe de ser un impedimento para escribir sobre lo que ocurre realmente en el mundo, que es la misión del escritor según ella: "Los novelistas tenemos que escribir siempre con toda la oscuridad, retorcimiento y casualidad de la vida. A veces me dicen que mis personajes tienen comportamientos extraños y no se dan cuentan de que solo son realistas, ya que la gente en el mundo real es así de drástica", sentencia.

Los inicios que marcan el camino

Mientras en España está el cuarto libro de su saga misteriosa-criminal-psicológica, Sophie Hannah acaba de terminar de escribir el octavo, que llegará a las librerías británicas el próximo año. En todos los libros, los elementos comunes son Charlie Zailer y Simon Waterhouse, los dos detectives encargados de resolver los misterios que se desarrollan en cada una de las novelas. Y una figura constante: la heroína en peligro que se ve envuelta en un crimen y que no consigue, en un principio, mucho crédito por parte de la policía.
Novelas de crímenes exclusivamente, una comedia romántica, una serie de televisión relacionada con el mundo sobrenatural de los fantasmas... muchos son los proyectos que tiene en la cabeza, además de continuar con la saga: "¡Lo malo es que no tengo tiempo para todos!".

19.6.12

Crónica de un poliladrón literario



Ayer terminó BAN! Buenos Aires Negra, el primer Festival de Literatura Policial de Buenos Aires. Ex delincuentes, policías y escritores reflexionaron sobre un género de culto

18.6.12

El relato policial que viene de los márgenes de Europa

¿Hay un nuevo policial negro? ¿Se escribe en países europeos no centrales? ¿En La fría Suecia? ¿En Dublín, Belfast o Glasgow? Un viaje por el crimen de hoy
PAISAJES COMO DEL FIN DEL MUNDO. En la versión televisiva sueca de las novelas de Henning Mankell. foto.fuente: Revista Ñ

 

El comisario Adamsberg sabía planchar las camisas; su madre le había enseñado a aplanar la pieza de los hombros y alisar la tela alrededor de los botones.” Con esta presentación, inimaginable en tiempos de Gideon Fell –el protagonista de 23 novelas policiales escritas por John Dickson Carr entre 1933 y 1967–, comienza Un lugar incierto, la penúltima pieza de la saga de este comisario poco menos que delirante, ideada por una arqueozoóloga francesa llamada Frédérique Audoin-Rouzeau, autora de un monumental trabajo sobre la peste negra y otro sobre las osamentas animales de la Edad Media. Allí, en esa revelación doméstica, pero también en el hecho de que la escritora elija, cuando se trata de esta clase de libros, firmar como Fred Vargas, un nombre masculino e hispano –aunque el Fred sea la abreviatura del verdadero Frédérique y Vargas provenga del personaje de Ava Gardner en La condesa descalza–, se encierran algunas claves de lo que, con algo de pretenciosidad podría denominarse “el nuevo policial negro”.

Hay, en el género, ya desde su comienzo, una cierta impronta vergonzante. Los antiguos detectives eran –como quienes los creaban– amateurs. Para unos y para otros, se trataba de un ejercicio intelectual. Sobre todo en los casos del citado Dickson Carr y de Nicholas Blake (seudónimo del poeta Cecil Day Lewis y uno de los grandes maestros del policial inglés) los investigadores no dependían económicamente de la resolución de sus casos. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, creadores, en 1945, de la colección El Séptimo Círculo fueron los introductores de estos dos autores en castellano, más allá de alguna edición suelta en la década de 1930. El número 1 de la serie fue La bestia debe morir, de Blake, y el 2, Los anteojos negros, de Dickson Carr. En esa obra hace su aparición, para los hispanoparlantes, Fell (la primera novela en la que había aparecido, en realidad, era Hag’s Nook, de 1933), alguien presentado como lexicógrafo y de quien lo único que llegaba a conocerse era la pipa y su fenomenal corpulencia, algo que ponía en escena su necesaria inmovilidad. La investigación –y los policiales, podrían agregar sus eruditos creadores– no era cuestión de movimiento sino de inteligencia. Y la parodia Seis problemas para don Isidro Parodi, de Borges y Bioy (quienes también usaron un seudónimo, H. Bustos Domecq), publicada por Sur en 1942, llevaba esta característica hasta un límite. El investigador, un ex peluquero, estaba preso y resolvía sus casos sin moverse de la celda 273 de la Penitenciaría Nacional.

Detectives imperfectos

El llamado policial negro introduce, en particular, dos variantes: el punto de vista del criminal y la profesionalización del investigador. Y en este segundo caso debe habérselas con un problema que aún suele turbar a los autores, obligándolos a meandros narrativos a veces exagerados: el desprestigio, a lo largo del siglo XX, de las fuerzas policiales. La figura del detective privado es, desde la gran trilogía americana –Sam Spade, Philip Marlowe y Lew Archer– una de las soluciones posibles. A veces son ex policías, en permanente enfrentamiento con la corrupción o la burocracia; en ocasiones, simples profesionales, nunca demasiado bien vistos ni por la institución ni por aquellos a los que persiguen; a menudo deben luchar simultáneamente con malhechores y policías (suelen tener un enemigo jurado dentro de la fuerza y, también, algún aliado). Pero, de todas maneras, de estos detectives tampoco se sabía demasiado más allá de que la vida los había endurecido, de que no creían demasiado en nada y de que, para ellos, había pocos desayunos mejores que un buche de bourbon. Faltaba todavía para la última gran moda del género: los imperfectos. Una nueva camada de investigadores que se casan o se divorcian, que tienen problemas de incomunicación con sus hijos (generalmente hijas), que a veces son alcohólicos o dominan a duras penas sus impulsos más violentos, que saben cocinar (y que pueden llegar a ser verdaderos gourmets) y que deben lidiar con una vida cotidiana que está lejos de agotarse en los casos que resuelven. Uno de los subrubros es el de los policías étnicos, encabezados por el precursor Pepe Carvalho, de Manuel Vázquez Montalbán (versión barcelonesa), el comisario Montalbano –llamado así en su homenaje– de Andrea Camilieri (versión siciliana) y el comisario Kostas Járitos, de Petros Markaris (versión ateniense). Se trata, casi, del tercer mundo europeo. Y en el caso de Járitos, se hace presente una detallada descripción del patio de atrás del Mercado Común, que en su última novela, Con el agua al cuello –donde los asesinados son banqueros de los que llegan a “salvar” a Grecia–, alcanza un grado máximo de explicitación. Los tres aman las comidas populares y en todas sus novelas se entremezcla la picaresca, sin llegar al extremo del genial detective sin nombre de Eduardo Mendoza, al que, cada tanto, el Comisario Flores saca del manicomio en el que está internado (en El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y El tocador de señoras) para que lo ayude.
Y dentro de esta pequeña categoría ocupada por los márgenes del viejo continente (y por afuera de las tradicionales Scotland Yard inglesa y Sureté francesa) hay una casilla más chica todavía, cuya pequeñez, sin embargo, no condice con la magnitud de sus ventas: el policial escandinavo. Con un marco de política estrictamente correcta, sin excesos de ninguna índole y con frecuentes reflexiones acerca de la violencia de género, su estrella es Kurt Wallander, el veterano Inspector de la policía de Ystad –localidad cercana a Malmö, en el sur de Suecia–, creado por Henning Mankell. La fugaz Trilogía Millenium de Stieg Larsson, donde la hacker Lisbeth Salander roba protagonsimo al periodista de investigación económica Mikael Blomkvist, fue otro fenomenal éxito nórdico, a pesar de su desprolijidad de escritura y de que la única trama verdaderamente bien construida es la de Los hombres que no amaban a las mujeres, el primer volumen. El furor por los policiales en las nieves ha llevado a editoriales españolas a apuntarse con cuanto apellido con doble diéresis y acento sobre las consonantes se le cruzara por delante, sin demasiado tino ni fortuna.

En el panorama actual, además de la mencionada Fred Vargas (sus novelas son editadas por Siruela) se destacan algunos de los descubrimientos de la serie Roja y Negra, de Random House, que dirige Rodrigo Fresán; en particular, los iniciales Delitos a largo plazo, una novela excelente del inglés Jake Arnott, y El poder del perro, de Don Winslow: una especie de El padrino en clave de narcotráfico mexicano, bastante plana e ingenua en su dibujo del protagonista, pero apasionante en su meticulosa reconstrucción de un entramado delictivo que tiene como mercancía principal los 3.326 km de frontera que México tiene con los Estados Unidos. Y, sobre todo, las sagas (ése es otro de los datos del policial actual) de tres autores que hacen honor a una vieja tradición literaria británica: ninguno de los tres es inglés. Dos son irlandeses, John Banville, travestido como “Benjamin Black”, y John Connolly, que ambienta sus novelas en los Estados Unidos, y el escocés Craig Rusell, que no recurre a seudónimos pero escribe dos series a falta de una y con características casi opuestas entre sí, la del pulcro Inspector Fabel, de la policía de Hamburgo, y la del casi impresentable Lennox, un detective privado canadiense que quedó –o eligió quedar– varado en Glasgow después de la Segunda Guerra Mundial.

Dublín, Belfast y Glasgow, ciudades duras

Benjamin Black ha escrito cuatro novelas que tienen como protagonista al patólogo Garrett Quirke, un huérfano à la Dickens criado en su primera infancia por los curas y luego en el seno de la alta burguesía, que describe con igual justeza ambos mundos y que actúa en una oscura Dublín de posguerra. El secreto de Christine, El otro nombre de Laura, En busca de April y Muerte en Verano (las dos mejores son la primera y la cuarta), a las que se agrega El lémur –una novela sin Quirke– fueron traducidas y publicadas por Alfaguara.

Las dos series de Craig Rusell, sumamente bien escritas, recorren dos extremos de la novela negra. En un caso se trata de un oficial dentro de una policía científica y ultraespecializada y en el otro de alguien capaz de frases como “hay dos cosas que a Glasgow le salen bien: la lluvia y el humo”. Uno, Fabel, es metódico y ordenado pero los males del mundo no lo dejan indemne –e incluso pueden volver literalmente loca a una de sus colaboradoras inmediatas–; el otro, Lennox, es, en la mejor tradición de Marlowe, un cínico extremo en el medio de la ciudad más sórdida que pueda imaginarse. La Serie Fabel incluye los volúmenes Muerte en Hamburgo, Cuento de muerte, Resurrección, El señor del carnaval y La venganza de la valquiria, editados por Roca pero de muy difícil obtención en la Argentina, y A Fear of Dark Water, aún no publicado en castellano. Las novelas de Lennox son Lennox, El beso de Glasgow (las dos únicas editadas en español, también por Roca), The Deep Dark Sleep y Dead Men and Broken Hearts.

Por último, pero lejos del último lugar en importancia, Connolly ha logrado la exacta mezcla entre el policial y el terror, con asesinos seriales habitados por la maldad más pura y un detective que lleva el nombre de un saxofonista de jazz, Charlie Parker, y al que como a él llaman Bird aunque sólo escucha música country, que podría ser un ángel caído y al que secunda un dúo perfecto: la pareja gay formada por el elegantísimo Louis, un implacable asesino negro, y Angel, un ladrón blanco que se destaca por el mal gusto para vestirse. Parker es ex policía. En el comienzo mismo de la saga su mujer y su hija son asesinadas. Y a lo largo de sus novelas, que ya en el segundo volumen se desplazan de Nueva York a Maine –uno de los homenajes, no el único, a Stephen King–, se intuye que de lo que se trata no es de la clarificación de casos aislados sino de una lucha de proporciones mucho más amplias. Con escapadas hacia la historia de Louis en el Sur profundo y de los propios padres de Parker, la serie incluye nueve novelas traducidas y publicadas por Tusquets (Todo lo que muere, El poder de las tinieblas, Perfil asesino, El camino blanco, El ángel negro, Los atormentados, Los hombres de la guadaña, Los amantes y Voces que susurran), dos aún no editadas en castellano (The Burning Soul, de 2011, y The Wrath of Angels, de 2012) y una nouvelle que Tusquets no distribuyó en la Argentina, Más allá del espejo, donde aparece el personaje de El Coleccionista, central en varios de los últimos volúmenes, y que se sitúa cronológicamente entre el cuarto y el quinto de la serie.

16.6.12

¿Qué define al policial argentino?

"En el policial argentino están las dos grandes corrientes del género, el policial de enigma y el policial negro, los dos estilos están muy presentes en la historia", sintetiza De Santis

DE SANTIS: "Una buena novela policial es una buena novela a secas".foto.fuente: Revista Ñ
Una buena novela policial es una buena novela a secas”, lanza Pablo de Santis y ese “a secas” queda vibrando en el largo silencio en el que se sume el escritor. “El policial ha invadido totalmente la literatura. Está presente en la mayoría de los libros. Hay novelas que no son específicamente del género, ya no hay colecciones de policiales, pero el policial atrapó a todos los géneros. La idea de contar una historia que tiene relación con otro relato oculto es algo que está en nuestro inconsciente narrativo”, había dicho poco antes.
Con eso acuerda Guillermo Martínez y se mete de lleno en el policial argentino: “En la literatura argentina el policial tiene un rango curioso porque no está condenado a priori , como ocurre en otras literaturas en las que los títulos del género van directamente a los anaqueles de la subliteratura. Creo que gracias al trabajo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, a la gran selección de novelas que hicieron en la colección del Séptimo Círculo entre el gran cúmulo de policiales de la época, muchos autores argentinos, si no todos, han escrito alguna novela que toca lo policial o es estrictamente policial. Es un género muy estudiado, frecuentado y con un prestigio literario construido a partir de relatos canónicos como ‘La muerte y la brújula’, de Borges, o Rosaura a las diez, de Marco Denevi. Estos autores mostraron que se puede hacer gran literatura con un pie, casi una excusa, en lo policial”, sopesa el autor de Crímenes imperceptibles y apunta nombres a esa nutrida lista de autores que se aventuraron en el género a lo largo las generaciones. “Siempre hubo un costado plebeyo pero con cierto prestigio académico ligado a lo policial en la literatura argentina”, comenta.
Para De Santis ese atravesamiento explica no sólo la vitalidad del policial, sino otros muchos fenómenos que desbordan lo literario. “Una marca, en general, de toda la cultura argentina es la sofisticación de lo popular, hay elementos populares, pero siempre se llega a un nivel de sofisticación que tiene que ver con los cruces de nuestra sociedad entre lo que se considera alta cultura y cultura popular. Ocurre, por ejemplo en la historieta, y en la novela policial que tiene los elementos populares del género pero a la vez siempre alimenta ciertos debates de ideas, cierta reflexión sobre el género”, señala.
La larga historia del policial, interviene Vicente Battista, comienza sobre el final del siglo XIX con la aparición de Las huellas de crimen, de Raúl Waleis, aquel primer texto que, dice, “da a la Argentina el orgullo de ser el primer país en lengua española que publica una novela policial”. Una llama encendida en 1877 que permanecería ardiendo en las antorchas de Borges, Bioy Casares, Leonardo Castellani, María Angélica Bosco y Rodolfo Walsh, acaso un pequeño puñado de los que cultivaron aquel género con rasgos clásicos; y, aunque con una impronta más marcada del policial negro norteamericano, en autores como Juan Sasturain, Juan Carlos Martini, Ricardo Piglia, Carlos Balmaceda, Rubén Tizziani, Ernesto Mallo y el propio Battista, entre muchos, muchísimos otros. Porque, como coinciden los autores consultados, son pocos los escritores que no han incursionado con mayor o menos énfasis en el policial.
“En el policial argentino están las dos grandes corrientes del género, el policial de enigma y el policial negro, los dos estilos están muy presentes en la historia”, sintetiza De Santis y confiesa su cercanía con el policial de intriga. Ese que, en palabras de Martínez, ha sido dejado un poco de lado en las obras contemporáneas. “Se lo considera casi un acertijo y hay una especie de menosprecio por este subgénero que en la jerga se llama el ‘ Who done it ’ (quién lo hizo) con el que hay un fuerte malentendido porque se piensa que la gracia de estas novelas se extingue cuando aparece el nombre del criminal. Eso, para mí, es una manera muy reduccionista y vulgar de mirar al género, me parece que si el policial clásico perdura es porque los hechos se presentan de cierta manera, con un cierto orden, una cierta lógica que parece la lógica verdadera que rige esos hechos y en el final, junto con el nombre del criminal, aparece un ordenamiento diferente de los mismos hechos y se revela una verdad escondida y oculta que está por detrás. Se revela mucho más que el responsable de un crimen –considera el autor de La muerte lenta de Luciana B–. En ‘Las leyes de la narración policial’ –un ensayo muy lindo de 1933, recogido en Textos recobrados– Borges propone leyes para la narración policial y escribe explícitamente siete u ocho y si uno lee con cuidado aparecen otras siete u ocho que están implícitas. Pero, entre las que menciona, la última habla de la necesidad y maravilla de la solución. Es decir, que el que lee novela policial lo hace: por un lado como un desafío intelectual, y por otro con la esperanza de ser maravillado, sorprendido y maravillado por la solución. Hay algo del orden del acto de ilusionismo en la novela policial y, para mí, ese es el mecanismo que todavía funciona cuando las ideas son lo suficientemente astutas”, cierra Martínez en una suerte de alegato a favor del policial de enigma, con el que trabajó en su más célebre novela Crímenes imperceptibles , llevada al cine en 2008 por Alex de la Iglesia.
Cierto es que en un momento, la arena del policial enigma en nuestro país fue arrasada por el auge del policial negro, en la visión de De Santis, porque “hubo una generación, la anterior a la nuestra, que idolatró a Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Les atraían mucho todos estos escritores y, en general, desechaban al policial clásico, creo que por el artificio, por esa figura del detective que es una especie de aficionado, amateur que no se sabe de qué vive”. Puesto a hablar de las dos corrientes del género, Battista se arriesga y afirma que el policial negro salvó del olvido al policial clásico: “El policial, esto nadie lo discute, nace como género con Edgar Allan Poe. A cincuenta años de la muerte de Poe nace Hammett. Muere el fundador del policial enigma y nace el del policial negro. Si no hubiese existido el policial negro, hoy no estaríamos hablando del policial, hubiera muerto por sí solo, porque hay un momento en el que no hay más enigmas que resolver. En el policial negro, al no haber enigma, sólo se cuentan como son las cosas. Si no hubiera existido el policial negro, el policial enigma se hubiera apagado”.
Para Martínez esa idea se basa en un equívoco: “Algunas categorizaciones se hacen, a veces, con demasiada liviandad. Se supone que la novela de enigma es puramente acertijo y juego intelectual pero basta leer con un poco de cuidado las novelas de Agatha Christie para ver también que a través de ellas se puede hacer un estudio de la sociedad inglesa de la época”, dice. Por el mismo lado avanza De Santis y afirma que para él, la ciudad de Los Angeles de Chandler no es más real que las casas de campo inglesas de Agatha Christie. “Yo creo que ningún valor literario logra sobrevivir por su relación directa con una determinada realidad social, siempre sobreviven por valores autónomos a la misma obra”, expone el autor de El enigma de París (Premio Planeta-Casamérica 2007) y afirma que desde su punto de vista en la novela policial de intriga está el atractivo de que a la verdad se llega por indicios, y aunque sean relatos fantasiosos sirven a las personas reales para pensarse en la realidad y en la búsqueda de la verdad. Asimismo considera que a las novelas negras se las exaltan, a menudo, por motivos equivocados. “Para mí son maravillosas, pero no porque reflejen la sociedad mejor que la novela de enigma, sino porque han inventado otra mitología del detective, tan convencional como la anterior”.
Investigadores que se camuflan tras los anteojos de ver de cerca de un juez de paz, en la informalidad de algún periodista, la serenidad de algún bibliotecario, la curiosidad del librero. El policial argentino ha tenido que buscarle la vuelta a la figura del detective para no caer en perfiles forzados y artificiosos, tal vez por ese manto de oscuridad, tragedia, dolor y miedo que se asocia inevitablemente a la institución policial en nuestro país. Y en esa búsqueda por abrirse a los posibles avatares del detective clásico, se construye una de las principales innovaciones del policial más actual. Pero hay más, bastante más.
El editor y crítico literario Jorge Lafforgue, autor de Asesinos de papel y de una fundamental antología de cuentos policiales argentinos, advierte que estamos ante un momento particular para el género. “Hoy, aquí en la Argentina, hay un fuerte movimiento dentro del relato policial, pero no es un hecho aislado, en el mundo, como bien sabemos, hay grandes escritores del policial, ha habido una especie de resurgimiento del policial sin que este haya muerto nunca. Pero en esta época hay algunos signos distintivos respecto de las anteriores”.
Si décadas atrás había colecciones renombradas y claramente establecidas de policial, si las revistas difundían relatos fundamentales a precios accesibles, si autores como Chandler y Hammett se vendían en los kioscos de revistas y había concursos que hoy no encuentran equivalentes, cierto es que por entonces no existían encuentros como los que propone el Festival Azabache, de Mar del Plata, y el BAN! (Buenos Aires Negra) a realizarse en los próximos días. La cosa está en movimiento y con el ruido del andar sólo parece posible hacer algunos apuntes.
“Yo distinguiría un par de cuestiones –explica Lafforgue– por un lado hay un grupo de narradores que se asumen como escritores de policiales, y en cuyas obras los signos del policial son claros, y otro sector de escritores que me interesan porque marcan un camino tal vez distinto. Los primeros son los más conocidos: Pablo de Santis, Claudia Piñeiro, Guillermo Martínez, Leandro Oyola…, etc. Ahí puedo decir que encuentro textos muy buenos pero que me remiten al pasado. Vamos a poner un caso clave: hay un escritor, Diego Grillo Trubba, que tiene unos volúmenes de novela policial histórica Crímenes coloniales. A mí me parece que son construcciones que denotan una muy fuerte investigación histórica, una recreación de época y una trama policial interesante y bien resuelta. Pero no me parece que sean novedosos, salvo en el sentido de que sí establecen un relato policial que tiene que ver con el pasado histórico, cosa que no tiene precedentes. Pero eso es sólo en términos temáticos y no términos de procedimientos”, sentencia el editor y señala también las novelas de Claudia Piñeiro, Las viudas de los jueves, Betibu que, dice, introducen una temática que es nueva, la de los barrios cerrados, pero que en términos generales se inscriben claramente en la historia del policial. “Descubren nuevos ámbitos narrativos e introducen algunos procedimientos novedosos pero son claramente clasificables”, dice Lafforgue.
Ahora, los otros, los que abren una nueva vertiente, dice el editor, son los narradores que sin inscribirse o embanderarse en el género policial marcan caminos distintos, alternativos. “Me parecen muy atendibles e interesantes casos como el de Carlos Gamerro, sobre todo con Las islas. Esto remite a algo que alguna vez trabajó Ricardo Piglia. El observó la manera en que el policial atraviesa la historia de la literatura argentina, no solamente como subgénero específico, sino en la manera en que lateralmente se cuela y aparece en otros géneros que no son estrictamente policiales. Esa observación me parece pertinente para hablar de lo que sucede en estos momentos con la literatura en la Argentina”, resume Lafforgue.
Con nuevos lenguajes y en la incorporación de nuevos sectores y actores sociales, los relatos policiales transitan caminos ya andados y van tiñendo las páginas de la narrativa en términos más amplios. En esa niebla en que navegan los géneros, sin las amarras de las colecciones que los confinaban a ciertos anaqueles, el enigma, el misterio y las muertes siguen siendo detonadores de todo tipo de oleajes en las sociedades. De Santis alude al modo en que Graham Green dividía su obra entre las novelas serias y las novelas de entretenimiento hasta que descubrió que esa distinción no tenía sentido alguno. “Para mi –dice De Santis– el policial es una manera de conducir el relato. La novela no es la historia, la historia es un modo ordenado de mostrar un mundo narrativo autónomo”.
En ese universo narrativo ciertos artilugios del policial condimentan el relato y obligan al lector a comprometer todos sus sentidos, tal vez por eso, como han machacado cada uno de los consultados, una buena novela policial es, a secas, una buena novela.

15.6.12

El Séptimo Círculo en la época de Borges y Bioy

Durante muchos años la colección de novelas policiales y de misterio que publicaba Emecé fue casi la única alternativa de los lectores del género. Habla uno de ellos

TITULO EMBLEMATICO. Parte de la colección, con sus tapas originales. fuente: Revista Ñ
Dos de mis cuatro libros favoritos de El Séptimo Círculo fueron publicados una vez que terminó el dominio de Jano Bifronte –la dirección de Borges y Bioy, o el “Biorges” que pergeñó Rodríguez Monegal–, cuando se ocupaba de ella Carlos Frías, creo. Son Mediodía de espectros, de John Dickson Carr, y No me apuntes con eso, de Kyril Bonfiglioli. La de Dickson Carr podría ser, en gran medida, inercia política de la editorial con el sello. En cambio, el estilo de Bonfiglioli –ambiguo, sardónico estentóreo– no hubiera solicitado el interés ni la curiosidad de los dos grandes maestros, de acuerdo con las confesiones esporádicas en las que revisaron esa relación –acaso la más estable y prolongada– con la edición de libros ajenos. En sus Memorias, Bioy recuerda que a Borges no le gustaba (o no le gustaba para empezar) La bestia debe morir, de Nicholas Blake, el número uno de El Séptimo Círculo. Conozco lectores fanáticos de la relectura, artistas supremos del arte de sobresaltar los márgenes con interrogantes, subrayar con birome y calificar el libro sin hesitación en la última página, que encuentran El Séptimo Círculo “floja”, y que suspenden el crédito a Borges y a Bioy por esta debilidad secundaria después de haber leído los primeros libros. La preferencia de ambos por Anthony Berkeley, John Dickson Carr y Richard Hull, por ejemplo, no determina una exclusividad, aun si no fuera una preferencia: traza un gesto de género (como quien dice “gesto de diseño”).
A la vez, un vistazo a los primeros treinta títulos de El Séptimo Círculo arroja una respuesta insatisfactoria a nuestro deseo de “coherencia” (pero la coherencia, como la madurez, no lo son todo, en un mundo gobernado a veces por dramaturgos menos complejos que Shakespeare). Dickson Carr y Michael Innes la simulan; Eden Phillpotts, ya entonces desdeñado y un tanto anacrónico, parece un capricho tardío de Borges. El permiso para un breve sobresalto –Extraña confesión– creo que precede el gusto de Bioy por Chejov (a Borges bien podría serle indiferente), y no está mal que una nota sobre un catálogo de policiales contenga un enigma, una dosis de misterio. El Amorim –El asesino desvelado– es un acto de condescendencia o de amistad (hay libros buenos de Amorim, no éste); ocurre lo mismo con Peyrou después: curiosamente, esa ruina perfecta –El estruendo de las rosas– funcionaba todavía con alegórico esplendor. La recurrencia de James Cain debió de ser idea de otros. Tampoco Patrick Quentin parece un gusto de los directores, instruido y afinado por ellos. El maestro del Juicio Final, de Leo Perutz, despierta la sospecha de ser Borges puro: es él quien tiene mejores conocimientos de la literatura en lengua alemana, y debilidad por los escritores provenientes de Praga. La omisión de Margery Allingham, una escritora que empezó sus artesanías cuando era apenas más grande que Daisy Ashford y después siguió haciéndolas cada vez con más gracia, coincide con la valoración –muy poca– que le adjudican Taylor y Jacques Barzun en su canónico A Catalogue of Crime, que es de 1971. Aunque hay dos libros de ella –La moda en mortajas, La muerte de un fantasma–, que me parecen obras maestras, el prestigio de la dama debe de ser producto del revisionismo posterior, un régimen que se permite sin ambages los beneficios de la exageración.
Otras voces
En la medida en que la gracia del género mismo se flexibiliza y se ensancha, Bioy señala alguna paradoja. La de que algunos de los novelistas hard boiled norteamericanos sean ingleses (como Peter Cheyney, por ejemplo, el salvoconducto –Lemmy Caution– que toma Jean-Luc Godard para conducir a Borges a Alphaville, en su film homónimo).
Una reacción similar va a despertar en Kingsley Amis el cacareado (sobre todo por los franceses) ejercicio de violencia que inauguran los novelistas “duros” respecto de los “blandos” (la tradición inglesa); el premio a su inspección rigurosa de los estilos cae en manos de Mickey Spillane (he aquí un novelista con nombre de personaje).
Sin embargo, el contorno de la definición de El Séptimo Círculo lo dan los lectores que a lo largo de los años supo encontrar, en lugares de aparente afinidad o de contraste disimulado. Encontré –o supe de– fanáticos de algunos libros de la colección en todas partes. Juan Marsé, de Laura, de Vera Caspary; Sergio Pitol de Mr. Byculla, de Erik Linklater (sobrevolado con ternura por Borges y Bioy); Carlos Monsiváis –sumisión plebeya– de La especialidad de la casa, de Stanley Ellin. En Cambridge, Eliza Karavedin, una estudiante sefaradí que leía muy bien en español, me reveló e inculcó tan lejos de su casa como de la mía, el amor por La línea sutil, de Edward Atiyah, en la colección El Séptimo Círculo. Es la novela increíble de un libanés que escribió también, antes de la moda de los estudios culturales, uno de los mejores libros del siglo veinte sobre los árabes.
El armado de la colección
Cualquiera que haya participado en cualquier función del estreno y el mantenimiento de una colección conoce los pormenores de orgullo y frustración que acumula y acaudala (visires visibles de mil y una noches de insomnio) la tarea. En alguna parte de su diario, Bioy enumera las actividades y desdichas complementarias, que rara vez se disciplinan, y que se disparan en direcciones inesperadas una vez que los libros (vale decir, los derechos) se consiguieron: la revisión de la traducción, la confección de la contratapa, el remordimiento anticipado por algo que se nos pudo haber pasado, un título de la competencia que pone en peligro el nuestro, la elección del título de la versión en castellano. En estos últimos aspectos, Borges y Bioy trabajaban con libertad y confianza, por lo que el sello distintivo se mantenía estable, una especie de secreto de manufactura.
Sin embargo, en algunos casos funcionaba mejor que en otros. La comitiva de traductoras (en general eran traductoras) adoptaba con rapidez los consejos –y hasta los prejuicios– de los directores de colección, si bien el esfuerzo de Bioy como rector del estilo resulta indisimulable.
Este principio de identidad de la colección acarreaba también cierto matiz de monotonía. Pero un matiz es un matiz, no cualquiera lo merece. Borges se abstenía de intervenir de manera tajante, de “borgear”, como lo hacía a veces con títulos de cuentos (recordemos el giro genial que convierte “Los sicarios de Midas”, de Jack London, en “Las muertes concéntricas”).
Trial and Error (Ensayo y error), de Anthony Berkeley, pasa a llamarse El dueño de la muerte sin ganancias ni pérdidas ostensibles. Alguna vez, la angustiosa distancia entre el momento de lectura del original y el de escribir la contratapa adelgaza hasta la pereza –no tomarse, ay, el trabajo de contar– la sinopsis argumental; otra, no hay concordancia, entre la sustancia de la novela y ese postrero inkling ; otra, otra más, el estilo de Borges o el de Bioy mejora con elegancia una apretujada trama indefendible de personajes penosos y penosas situaciones.
No sé si sobrevive hoy algo parecido a un lector de colecciones; yo mismo nunca lo fui. Con el tiempo, la abundancia de títulos de alguna en mi biblioteca, me alarma, porque en la hacienda me gusta la variedad (al revés de lo que me pasaba de chico, que me conmovían la homogeneidad de los lomos). Conté cincuenta y cuatro volúmenes de El Séptimo Círculo en mi biblioteca. Uno por cada uno de los años vividos.

14.6.12

Criminales participan en festival de novela negra de Buenos Aires

Invitados de todo el mundo se reúnen esta semana en la capital Argentina en un evento hecho a la medida de Raymond Chandler y Arthur Conan Doyle. Los asistentes podrán conocer las experiencias de aquellas personas que sirven de inspiración para la literatura: jueces, forenses, policías e incluso exreclusos harán parte del festival 

¡BAN! Primer Festival de Novela Negra de Buenos Aires que arrancó el 13 y va hasta el 17 de junio.foto:revistaarcadia.com. fuentes:revistaarcadia.com, Revista Ñ
Más de un centenar de participantes de Argentina, España, Canadá, Francia, México, Perú y Uruguay asisten al primer festival internacional de novela negra de Buenos Aires, en el que disertarán escritores, jueces, forenses, policías y hasta exreclusos.
"BAN! Buenos Aires Negra", que se extenderá hasta el próximo 17 de junio, contemplará diversas actividades, como charlas, mesas redondas, entrevistas públicas, exposiciones, juegos, visitas guiadas y presentaciones de libros sobre el género policial, precisaron.
“Se unirá el mundo de la creación literaria y artística con el de la criminalidad real", señaló un comunicado de los realizadores del evento, organizado por el Ministerio de Cultura porteño y el Centro Cultural de España en Buenos Aires.
Así, entre los participantes se encuentran los escritores españoles Alejandro Gallo, Toni Hill y Cristina Fallarás, el francés Sebastien Rutés, el peruano Fernando Ampuero, el mexicano Rodolfo Santullo, y los uruguayos Carlos Reherman y Mercedes Rosende. Entre los argentinos estarán Federico Andahazi, Guillermo Orsi y Vicente Battista, Reynaldo Sietecase, Claudia Pieñeiro, Gabriel Rolón y Mempo Giardinelli, son algunos de los escritores argentinos que dirán presente.
También acudirán jueces, fiscales, médicos forenses, periodistas, psicólogos, policías y exreclusos, entre ellos Oscar "La Garza" Sosa, quien estuvo detenido durante once años en Argentina por integrar una banda de asaltantes de bancos y camiones blindados.
El festival propone "una reflexión sobre la criminalidad real y sus vínculos con la literaria y artística. Se configura como una oportunidad para debatir el acuciante problema de la criminalidad", añadieron los organizadores, encabezados por el escritor argentino Ernesto Mallo.
Los expositores disertarán sobre los vínculos entre la literatura y la Guerra Civil española, la novela negra francesa, los nuevos discursos del género policial, los relatos sobre la trata de personas, la psicología del crimen, el desarrollo de los juicios orales, la novela carcelaria y el arte de interrogar, entre otros temas.
"La novela negra picó fuerte desde su comienzo en los lectores y estimuló poderosamente a los autores. (Con el festival) volvemos a celebrar la palabra junto a la historia y la pasión que continuó produciendo nuevas maneras de abordar este género", evaluó el ministro de Cultura de Buenos Aires, Hernán Lombardi. 

El crimen paga: de los forenses a la historia

13.6.12

La voz de la experiencia

Puestos a referir sus experiencias e incluso a transformarlas en ficciones, los detectives y policías que escriben parten de un lugar distinto que los meros escritores. En este artículo de una historiadora especializada se lee por qué

EL VALOR DE LA PRACTICA. Dashiel Hammett, sabía, por experiencia, de qué escribía.foto.fuente: Revista Ñ
Que esto no es hacer novelas, sino vivirlas y sus resultados no serán producto de intentos literarios donde el final es el que se le ocurre al escritor.” Para Evaristo Urricelqui, policía retirado, hay una diferencia sustantiva entre sus novelas Careo o Sangre bajo la lupa y las ficciones disponibles en librerías y kioscos de estación. Lo suyo nace de una vida de trabajo como detective en las secciones de crímenes complejos de la Policía Federal. Lo que dicen los escritores que hablan del homicidio sin moverse de su sillón es frivolidad de verosimilitud dudosa. No han caminado en puntas de pie para preservar evidencia, ni han observado la posición de cadáveres en la escena del crimen. No manejan las argucias duras del interrogatorio. No conocen de primera mano el otro lado de la naturaleza humana.
Para los que transitan el pasaje del métier de la detección a la escritura de la detección, ejercer cierta recia autoridad sobre los colegas literatos es una tentación difícil de resistir. Al retirarse de la dirección de la más poderosa agencia de detectives de Estados Unidos, por ejemplo, Allan Pinkerton dedicó muchas páginas a demostrar que el trabajo de sus empleados no se parecía en absoluto a las novelas de detección tan de moda en la vuelta del siglo XX, como quien establece la diferencia entre profesionales y fantasiosos amateurs . Uno de esos empleados era Dashiell Hammett, que antes de ser maestro de la novela hardboiled , pasó varios años como agente de Pinkerton. Para construir una voz y hacerse un lugar en el campo literario de entreguerras, Hammett utilizó muy deliberadamente su experiencia de detective asalariado. En las reseñas que escribía para ganarse la vida, no se privaba de subrayar las gaffes de sus colegas del género. Incluso les dedicó un humillante catálogo de datos: la diferencia entre un revólver y una pistola, el sentido del uso del silenciador en escenas de homicidio, las secuencias de dolor que producen la herida de bala y la de arma blanca, la ubicación de las huellas dactilares relevantes para la investigación, las estrategias de invisibilidad del que sigue a un sospechoso, etc. Su primer héroe, el “Agente de la Continental”, es poco más que un burócrata inteligente y obstinado, bajito y gordo, cuyo objetivo nunca va más allá de la misión asignada por sus superiores.
Los oficiales cuentistas
Rutinas desapasionadas y ademanes de entendido abundan también en el realismo detectivesco de algunos policías porteños con pasado en las oficinas de Pesquisas o Investigación. En los años setenta, la editorial Plus Ultra reúne en dos volúmenes cuarenta y cinco cuentos escritos por cinco oficiales (E. Zappietro, F. Carrasco, E. Urricelqui, H. Morel y P. Donato) que reclaman un lugar en la saga literaria de nacionalización del policial argentino. Aunque su propósito es hacer público un género que podríamos llamar “crónica policial de la pesquisa”, no es el primer ensayo de escritura “de afición” de los policías porteños. Muy por el contrario, los dos tomitos coronan una tradición que a esas alturas lleva casi un siglo, y que está compuesta de centenares de piezas. Pero con pocas excepciones (como la de estos oficiales-cuentistas) esa tradición no es policial en sentido literario: es costumbrista, melodramática, sainetera, tanguera. Está hecha de partículas, es infinitamente anecdótica, una nube de pequeños relatos.
El más famoso escritor con orígenes policiales es, por supuesto, José S. Alvarez (Fray Mocho). “Nadie hizo hablar mejor al criollo recalcitrante que resiste las nuevas costumbres y al snob que las preconiza; al gringo apaisanado y al argentino que regresa de Europa; al compadrito, al ‘pechador’, al clubman, al loco-lindo, al chiflado, al ´titeador´, al tilingo, al vivo y al vividor – tipos genuinos de nuestra falsa cultura”, dice Ricardo Rojas en Cosmópolis (1908). En sus Memorias de un vigilante, Alvarez relata el aprendizaje de la observación que lo transformará en el mejor taquígrafo de aquella Buenos Aires babélica. Aburriéndose en los grises destinos de vigilante novato, observa los tics de los personajes que pasan por salas de espera ministeriales: “Yo, en mi facción al lado de la Mesa de Entradas y Salidas, que es su teatro, las veía en toda su magnificencia y gozaba en grande, viéndolas desfilar en su opulenta variedad.” Este ejercicio pronto se extenderá a los ladrones “mansos” de la gran ciudad: los punguistas, “escruchantes” y cuenteros del tío también tuvieron su retratista.
Al utilizar literariamente aquel pasado de policía y plantear una continuidad entre su métier de origen y una zona importante de su obra, Alvarez autoriza el uso de la experiencia policial como repertorio de temas. Muchos colegas (menos talentosos, en su mayoría) compartirán con él una premisa fundamental: el policía puede hablar de cosas que los legos no saben (y, se supone, quieren saber). Tiene experiencia, en el doble sentido de acumulación de vivencias y de intimidad con el peligro. Su quehacer los ha aventurado en lo que no es familiar, en lo incierto y potencialmente amenazante: en lo que es oscuramente desconocido a los profanos.
Algunos oficiales –como el veterano memorialista Laurentino Mejías (autor de dos tomos de “Policíacas”), el historiador y guionista radioteatral Ramón Cortés Conde, o los cuentistas de las compilaciones difundidas en los años setenta– mantienen la labor literaria en paralelo a su carrera institucional. Otros, como el precoz lunfardista Benigno Lugones, el letrista de tango José Pagano o el mismo Alvarez, utilizan en el mundo periodístico o literario saberes recogidos en un paso (largo o corto, profundo o superficial) por la policía.
La condición policial
Una parte de este repertorio canaliza lo que podríamos llamar el “excedente de experiencia” del vigilante. Plácido Donato, editor actual de la revista Mundo Policial y compilador de cuatro tomos de la antología de cuentos y poemas Letras en azul , describe la necesidad de expresión que proviene de la condición policial: “La escritura del agente es fruto de la vigilia y la soledad. Es encontrarse mucho tiempo solo en una esquina, y ver muchas cosas. (…) Esas vivencias se acumulan, y se escribe. Mal, bien, la calidad no importa”. En este caso, entonces, la escritura continúa por otros medios la charla de guardia y la anécdota de cantina. Los poemas a la sacrificada esposa o al café del barrio vigilado antaño, las elegías al colega caído y las anécdotas humorísticas son géneros cultivados puertas adentro por decenas de agentes de cada generación, nutren el humus identitario de la “familia policial”.
Mucho más ambiciosos en escala y expectativa de difusión son los libros de memorias, género predilecto del oficial retirado y culto (algunos, como las Confesiones de un comisario de Donato, están en el catálogo de grandes editoriales comerciales). Desde el nacimiento mismo de las industrias culturales, ha habido oficiales-guionistas en la radio, la historieta, el cine y la televisión. Tampoco faltan historiadores. A las grandes reconstrucciones del pasado de la institución escritas por oficiales eruditos como Francisco Romay o Adolfo Rodríguez, se agrega un memorialismo histórico más personal: si un joven vigilante inclinado a las letras ha presenciado escenas de la revolución de 1890, la Semana Trágica de 1919, o el 17 de octubre del 45, es probable que al final de su carrera se siente a dar testimonio de la trastienda de aquellos momentos decisivos.
Y luego está, claro, el torrente de materia literaria que ofrece la experiencia de la comisaría. Dice el prólogo de la colección Relatos de la oficina de guardia, del escribiente Natalio Castro (1937): “No hay institución humana en contacto más directo con la vida (…) Magnífico material que el policía tiene a su alcance con sólo ver, aunque sabiendo ver.” Lo que el policía-escritor “sabe ver” depende de la calidad de la vigilia del vigilante, apostado en la calle o en esa ventana sobre la calle que es la comisaría. Por la naturaleza amorfa e intersticial del poder policial, por su misma multiplicidad de inserciones y escasez de mediaciones, la verdad que reclaman estos cronistas es contigua a la sociedad, fruto de un contacto “en caliente”. El policía está “donde está la sociedad”, se mezcla con ella a la vez que se diferencia de ella. Caleidoscopio humano, la guardia (y el mostrador de comisaría) es el desfile de la caída personal, de la ira y la miseria, de lo cómico y lo ridículo. Por eso, “lo policial” puede ser el simple escenario de la comedia, el melodrama o el sainete costumbrista. Y el policía, el Gran Testigo de una verdad sobre la ciudad y sus habitantes.
Los géneros breves
La galería de personajes o el anecdotario de la “sección del agente” de las revistas de tropa marcan el predominio de los géneros breves, que la brevísima pluma de Fray Mocho también anticipa. Esta producción hecha de fragmentos nace –según se indica una y otra vez– de los ratos robados a las mil exigencias de la institución. El policía escribe entre otras tareas, en los paréntesis que le deja la interacción real con su tema de escritura. Por eso se disculpa de su modesta ambición estética. A veces, esa disculpa es un ademán defensivo, indica conciencia de inadecuación (social, profesional) al intimidante mundo de la palabra escrita. Pero no siempre, porque lo rudimentario puede ser testimonio de la veracidad del lazo con el objeto, del desdén por los formalismos distorsivos de la literatura. “No pulí mis trabajos”, dice un oficial al presentar sus cuentos. “De los borradores puede decirse que pasaron a la imprenta. (...) Pido disculpas por ello [los errores de forma], y entrego mis páginas no a la crítica sino a las almas comprensivas.” Es que además de ventaja cognitiva, el policía reclama ventaja moral sobre el escritor profesional, que ha podido permitirse el lujo de la consagración a los placeres del espíritu. “No alimento semejante pretensión, desde que la ruda labor de mi vida impidió la caricia aterciopelada de la esquiva fortuna”, advierte el comisario Mejías. Defensa de la llaneza de estilo –“estilo coloquial, desprovisto de fiorituras”– la superación “criollaza” de los vicios y amaneramientos que acechan a los profesionales de las letras reafirma ese pertinaz sentido común (de clase y de género) que sustenta toda una cultura institucional. Esa cultura reclama para sí una escritura que es plebeya y es viril.
Ventaja moral e indulgencia estética sustentan una concepción puramente realista, que no reconoce mediaciones con el objeto narrado. Y dice: otros supuestos detentores de este tesoro no pueden reclamar la autoridad que proviene del contacto directo (vital, físico) con la trastienda de la ciudad (de la vida). No la tiene el periodista, que consigue sus primicias de boca del policía, y debe probarse merecedor de esa confianza. Ni el criminólogo ni el jurista, que la deducen de su aséptica tarea en los laboratorios del crimen o los escritorios de Tribunales. Mucho menos puede competir en autoridad el novelista que narra el peligro sin incurrir en ningún peligro.
Al consultar el archivo policial, el escritor y el periodista están ofreciendo al policía (que a veces lee novelas, y siempre, crónicas del crimen), una oportunidad de ejercer su autoridad fatigada y paternalista sobre los falsos detentores, o los que posan como tales, o los sinceros pero alejados de las verdades de Buenos Aires por las mediaciones de su condición. Porque en última instancia, sabe que la única relación genuina con “lo policial” es la que se acumula en la memoria del cuerpo y de la mente. Y que sólo puede provenir de quienes han pasado por la institución que custodia ese saber.

12.6.12

Marlowe, anatomía de un duro

Un hombre corpulento, fanático del ajedrez, irónico, que en la vida real no hubiera sido detective: así se deja ver el célebre personaje de Chandler ante sus lectores

MARLOWE CLASICO. Humphrey Bogart, con Lauren Baccal, en El sueño eterno  (1946). foto.fuente: Revista Ñ
Decía Raymond Chandler, no sin afectación, que no creía que a su amigo Philip Marlowe le interesara mucho saber si era dueño o no de una mente madura. Reconocía que ése tampoco era un tema que le preocupara a él… inventor de Marlowe. También se animaba a opinar que, si estar en desacuerdo con una sociedad corrupta es ser inmaduro, luego su detective era severamente inmaduro. Marlowe fue para los lectores que iban más allá de la peripecia de las novelas que lo tenían como protagonista, generalmente “inmaduros”, un consuelo, un sueño soñado e irrealizado, como todo ideal utópico, el del perdedor ganado para la causa. Chandler hizo que Marlowe naciera en Santa Rosa, al norte de San Francisco, una pequeña localidad que se hizo conocida porque en sus calles fue filmada La sombra de una duda, de Hitchcock, con Joseph Cotten, un rostro que bien pudo aportar algo al de Marlowe, no descripto en ninguna de las siete novelas que protagoniza ni en los cuentos donde aparece, el más cercano a la ironía con la que Marlowe nos hace reír. Varios actores lo encarnaron en las versiones cinematográficas, pero los que nos hacen ensoñar la verdad o sus cercanías fueron Humphrey Bogart en El sueño eterno (1946) y Robert Mitchum en Adiós, muñeca (1975), dos extremos que sólo confluyen en un suave escepticismo y el modo de fumar y beber. Chandler quería a Cary Grant para su personaje, se equivocaba. Pero entre muchas verdades Chandler formulaba una significativa: «El detective de mis novelas es una creación ilusoria que vive y habla como un hombre verdadero. Hasta puede ser realista en muchos sentidos menos en uno: en la vida real, tal y como la conocemos, un hombre como él no sería detective privado». Haciendo de Marlowe un detective privado, su autor evita la necesidad de justificar sus contingencias. Un personaje imposible, acaso el más real, el más humano de cuantos habitan la literatura policial, que es un mundo, un espacio de corroboración y aceptación del miedo y la sed de justicia. El lector se compromete con Philip Marlowe y se hace una idea de sus soledades y los ritos inconstantes con que trata de paliarla, sin quejarse.
Cuando empieza a protagonizar las novelas de Chandler, Marlowe tiene poco más de 30 años. En la última, Playback , se acerca a los 50; envejece como si no fuera un personaje, más bien como su autor. Como personaje es ingrávido, pero sabemos que mide algo más de un 1,80 m y pesa 93 kilos, un tipo alto para la época, pesado pero ágil, al menos en El sueño eterno y Adiós muñeca . Después, con el desencanto se hará más reflexivo y por lo tanto menos raudo: en El largo adiós pone en funcionamiento extremo su cabeza a la vez que muestra sus sentimientos; allí tiene más la cara que le prestó Mitchum que la de Bogart. Chandler se ocupa de darnos a entender que su Philip no se muestra como un duro, pero en todas sus novelas, salvo quizá en Playback , nos indica que si le hacen cosquillas, o el caso lo requiere, puede ser tan extremo como Sam Spade, el desenvuelto detective de Dashiell Hammett también interpretado por Bogart. En casi todas sus apariciones alude a unos anteojos de sol con marco oscuro, pero no es una particularidad porque en Los Angeles los usaba todo el mundo. Viste con sobriedad, pero sin refinamiento porque no tiene dinero para gastar en ropa; también suele aludir al piyama, quizá una agudeza del autor que así confiere a su noche cotidiana un grado de vulnerabilidad que no pueden paliar ni la lengua afilada ni las armas de las que se sirve con moderación: una Lüger al principio, varios revólveres Colt y una misteriosa Browning, pistola belga de gran fama. Marlowe, que nos relata sus propias historias en primera persona, nunca se detiene a limpiar sus armas, ni las considera custodia de su seguridad personal. Entre sus confesiones está la del entusiasmo por el ajedrez, que no juega con nadie, sino contra un libro de jugadas que le permite intervenir en una partida de campeonato entre Gortchakoff y Meninkin (ambos ajedrecistas imaginarios), que resulta en tablas después de setenta y dos movimientos. Tal es la afición de Marlowe que sólo en Adiós muñeca no alude a las piezas y el tablero. Cuando se dispone a jugar también prepara una pipa, placeres de hombre solo; terminada la partida puede servirse un vaso de whisky; la bebida que él mismo hará famosa, el gimlet , aparecerá tardíamente y en la mejor novela de Chandler, El largo adiós ; una combinación de lima y gin que compartirá con su amigo Terry Lennox. Marlowe también fuma cigarrillos, sobre todo en presencia de mujeres: ama el género pero por alguna razón no dicha está desencantado y se siente atraído “generalmente por razones carnales”, aunque llegará a enamorarse.
¿Dónde vive Philip Marlowe? ¿Dónde se repite, reflexiona, juega al ajedrez y se pone el piyama? En El sueño eterno , según insinúa Chandler en Raymond Chandler Speaking , vivía en un departamento de un ambiente con una cama plegable contra la pared y de las que en la parte baja tienen un espejo. Después pareció haberse mudado a un departamento que se parece al que en aquella novela ocupaba un personaje llamado Joe Brody. Chandler opina que si se trata de la misma vivienda Marlowe la ocupa porque habiéndose cometido en ella un homicidio, el alquiler es bajo. Finalmente lo encontramos en una casa en Laurel Canyon, en la avenida Yucca. En cuanto a su oficina, allí donde responde al teléfono y recibe clientes (inquietantes son siempre las apariciones de mujeres), está ubicada en un sexto piso y es modesta. No tiene secretaria y, aunque en la última novela se insinúa que acaso sí en el futuro, la intención quedó trunca con la muerte del autor y, en consecuencia, la desaparición de Marlowe. Reapareció en cine y en la primera novela de Osvaldo Soriano, pero siempre a modo de espectro. Marlowe era carne en manos de Raymond Chandler y de sus apasionados lectores, que son relectores y atesoran citas y rememoraciones. Es tan real Marlowe que el desarrollo de sus casos, y la consabida resolución, tiene importancia accesoria; más queremos saber cómo es, como respira y duerme, cómo fuma y contesta los ingeniosos engaños de clientes y policías, que cómo termina el asunto. Porque en realidad no queremos que termine, nos gusta estar con él e intuir qué va a decir, cómo va a reaccionar. Para el lector de novelas policiales, Marlowe fue una revelación que lo alejaba de las deducciones inteligentes y británicas y lo acercaba al clima salvaje de las novelas realistas estadounidenses, Marlowe bien podría estar inserto en la multitud de Manhattan Transfer , de John Dos Passos y, ciertamente, se proyecta en el Lew Archer de Ross McDonald, a quien imaginamos menos intenso y más pulcro, y en los protagonistas suicidas de Charles Williams o los de Horace McCoy. A los frecuentadores de Marlowe les sucede algo extraño con las novelas de esos autores, siempre aparece la sombra de aquel personaje que en la vida real no hubiera sido detective privado, pero nunca su rostro, conjetural como el ajedrez.

11.6.12

Los espacios del crimen

Del cuarto cerrado a la casa, y de esta a la ciudad, el autor de relatos de intriga ha ido conquistando espacios cada vez más amplios para el desarrollo de sus ficciones. Cómo, cuándo y por qué son algunas de las preguntas que intenta responder esta nota

AMBITOS DEL POLICIAL. “Para Poe, el espacio de la intriga no posee ninguna carga simbólica, sea un cuarto cerrado o el río Sena.” ilustración. fuente: Revista Ñ
Decía Borges que los géneros literarios dependen menos del texto que del modo en que este es leído. Invirtiendo esta lógica puede afirmarse que cuando Poe dejó establecidas las reglas básicas del relato policial, creó a su vez al lector de estos. Lo cierto, sin embargo, es que el lector de novelas de intriga, por utilizar un término convencional no demasiado acertado (al fin y al cabo, pocas novelas comienzan de forma tan intrigante como Cien años de soledad , que de policial no tiene nada), ya estaba familiarizado con la gran tradición de la novela de aventuras y misterio que se desarrolló en el folletín decimonónico.
En Francia, las novelas de Rocambole o la Pimpinela Escarlata , así como la mayor parte de la obra de Sue, Ponson du Terrail, Féval o Dumas, añaden a los elementos conformadores de la novela gótica (la heroína amenazada, la mansión misteriosa concebida como trampa, el acoso del destino, la irracionalidad del mal) la idea de que al héroe ya no lo impulsa un principio de abnegación, sino la consecución de un objetivo, por lo que no dudará en pasar por el mal para lograr un bien. Lo importante, reconocerá el propio Dumas, será que su pensamiento sea “superior”, inspire actos extremos y “justifique el medio mortífero con la fecundidad del resultado”.
En Inglaterra, y en menor medida en los Estados Unidos, las novelas de Fenimore Cooper, en especial El último de los mohicanos , alcanzaron entre los años 1820 y 1850 una popularidad sólo comparable a la que en su momento tuvieron, justamente, las novelas góticas. En el relato de Cooper, así como en el Nick Carter de John Coryell, surge la pesquisa como elemento fundamental de la trama; la aventura ya no dependerá del azar, sino de la pericia del rastreador. Si en lo gótico la irrupción de lo malévolo tiene éxito, tanto si la virtud triunfa como si no, en el folletín de aventuras y misterio el orden violentado será restaurado por el héroe. A la irracionalidad del villano se opone la razón de aquél; a la intangibilidad romántica de lo real, la restauración positiva de sus límites. Lo importante, todavía, es reponer un orden moral. El villano aún es un ejecutor necesario. Se es víctima de sus ardides, se ignoran sus planes, se corre el riesgo de su triunfo, se lo persigue hasta donde se oculta, se le hace frente en su terreno con las únicas armas de la valentía, la pericia y el pensamiento superior. La importancia fundacional de Poe reside en sostener que los actos del malvado, como los de cualquier ser humano, son previsibles, que sus crímenes, como nos recuerda T. Narcejac, “son su pensamiento constituido en acción”, y que por ello precisamente es posible adelantarse a sus planes y librarse por anticipado de sus ardides.
Así pues, ya no importará ser más o menos valiente, sino anteponer a la lógica del criminal la fuerza superior de la inteligencia. La inteligencia que ve más allá, que no se detiene en el detalle, no se deja llevar por la sorpresa o la impresión, sino que se basa en él, como Sherlock Holmes, para deducir, ya que el detalle es un signo del mundo, una puerta que se abre a su comprensión. Para Poe el espacio de la intriga no posee ninguna carga simbólica, puede ser tanto un cuarto cerrado por dentro como las márgenes del Sena. El pensamiento deductivo no viene, al menos conscientemente, a reponer nada, sino a demostrar que ningún punto del texto “se puede atribuir al azar o la intuición, y que la obra […] se encamina hacia su desenlace con la precisión y la lógica rigurosa de un problema matemático”. Y en este sentido posiblemente no exista en la literatura investigador más deductivo que don Isidro Parodi, que desde la soledad de su celda entreteje conjeturas que devienen conclusiones cargadas de razón.
Sin embargo, no podemos analizar una obra a partir de las intenciones de su autor, sino de lo que de ella emana, de la función real que cumple. Dirigido el relato policial clásico a un cada vez mayor grupo social que disfruta de una creciente democratización del ocio, los continuadores de Poe (con la significativa excepción de Chesterton) insistirán en la figura del héroe investigador como restaurador de un orden (y un espacio) violentado. Walter Houghton nos recuerda que para la clase media victoriana “los que han llegado arriba tienen las mejores razones para defender el círculo de respetabilidad […] en contra de intrusiones vulgares, y a condenar toda violación de las costumbres que tan asiduamente han cultivado”. Años después, Dorothy Sayers hablará de la “fascinación” que sobre el público “superior” ejerce la novela policial. Lo cierto es que Conan Doyle, la propia Sayers, Christie, Van Dine y tantos otros harán de la casa el lugar por excelencia de la tragedia. La casa, “el centro de un ensueño que podemos confundir con nosotros mismos”, como la ha definido Bachelard, no sólo será el lugar de la evocación (en tanto refuerzo de la felicidad de habitar), sino de la fortaleza, allí donde los valores más íntimos se observan, afirman y perviven.
Si W. H. Auden, en sus ensayos sobre el relato policial, requería la imposibilidad de que el asesino estuviese fuera de esta “sociedad cerrada” para evitar que la misma fuese totalmente inocente y convertía, deducimos, al investigador en una suerte de “asesino impune” que la purificara, y aunque el medio representado responda a las necesidades del procedimiento, lo cierto es que, aun involuntariamente, la casa (o sus equivalentes, como un tren o un barco de paseo) adquiere un peso metafórico propio. El grupo social requiere un espacio restringido y debidamente protegido (en un sentido restitutivo y en tanto privilegiado universo de privacidad) de toda alteración. Y asombra constatar, como señala Rivière, que a partir del crimen (cometido preferentemente por alguien “que valga la pena”, en palabras de Van Dine) “ya no ocurrirá nada”, pues todo se reducirá a recoger indicios. La novela policial se convertirá entonces en el relato de un relato ausente (el crimen), y este “no ocurrir nada” porque en realidad lo más importante ha ocurrido ya, no vendrá sino a afirmar la inmutabilidad ideal del espacio de la tragedia, el lugar donde los procedimientos se justifican.
La irrupción de la ciudad
Con la novela negra, un espacio mayor (la ciudad, el país) irrumpe en la casa desquiciando el orden edénico. La crisis de 1929 da paso al pulp , a Black Mask , al consumo masivo de literatura policial, a un precio ínfimo, por parte de aquellos que han visto su mundo destruido por la irrupción masiva del mundo. El relato coincidirá con la acción, y el interés del lector no se concentrará ahora en la reconstrucción del pasado (que ha desparecido definitivamente) sino en el futuro incierto del héroe, que nuevamente ha dejado de ser inmune; es decir, lo que Raymond Chandler llamó “sacar el crimen de su vaso veneciano y lanzarlo a la calle”. El porqué y el quién ya no importan, el entorno se multiplica y con él sus excrecencias: los ruidos de fuera, los rostros de fuera no tendrán sonido ni rasgos definidos y los indicios se confundirán, como en las novelas del citado Chandler, en una vasta urdimbre cuyo significado a menudo deviene un elemento secundario. Si el relato policial clásico había restituido el imperio de la razón, la novela negra volverá los ojos a lo gótico y “liberará el mundo irracional de la subconsciencia”, como ha escrito Lambert Joassin, devolviéndole al hombre una “ilusión de plenitud vital” ajena a toda moral de trascendencia. Así, el investigador dejará de ser el guardián del concreto orden inmutable para convertirse en cuestionador efectivo del difuso orden imperante, a menudo asumiendo los valores de esa sociedad perversa, como ocurre con el Mike Hammer de Spillane o tantos personajes de Ed McBain.
En la novela negra, al igual que antes en la de aventuras, todo vuelve a ser posible. El relato ya no se constituye en torno de un procedimiento de presentación, sino a un medio representado. La moral será el marco de la inquietud y la corrupción, el lugar donde los jueces (que ya decía Gaston Leroux “cuidan las fincas de los ricos”) se venden en la Poisonville imaginada por Dashiell Hammett al mejor postor. Y aun en los casos en que el relato se desarrolle en un lugar cerrado hasta la asfixia (tal el caso de Viernes 13 , de David Goodis), éste no será sino metáfora de lo urbano como lugar del infierno, la indefensión y la muerte.
Al igual que para Poe, el crimen será el lenguaje de una lógica, pero en este caso de una lógica de supervivencia y desesperación, la misma que lleva al Nick Corey concebido por Jim Thompson en 1280 almas a asesinar a cuantos lo amenazan real o imaginariamente, la misma que hace que los acorralados personajes de William Irish cometan crímenes absurdos. La restauración cede el paso a la mera huida hacia adelante.
Con la novela negra, el relato policial pierde el espacio de la tranquilidad, el lugar en que los sueños eran apenas perturbados. Pero quizá, y a pesar de Bioy Casares y sus consejos a los jóvenes escritores, quien haya ganado sea quien lee, o al menos quien busque, debajo del sutil y dulce veneno de la hojarasca del ingenio, la palabra verdadera, aquella que aparece como un punto luminoso, que muy probablemente no guíe a puerto alguno, en medio de la tormenta. Después de todo, la patafísica novela imaginada por Le Lyonnais en la cual el asesino es el lector, quizás haya sido finalmente escrita.

9.6.12

Una dinastía de detectives

Desde Edgar Allan Poe –unánimemente considerado como el creador del relato policial– hasta los autores contemporáneos, hay pautas que siempre se cumplen y que, con ligeras variaciones, han ido modelando los relatos de misterio. He aquí un catálogo

Especial de Novela Negra y Criminal. Ilustracion. fuente: Revista Ñ
No hubo testigos en el momento en que Edgar Allan Poe perpetró el hecho: puso tinta sobre papel para redactar “Los crímenes de la calle Morgue” y así inauguró una nueva dimensión, y una nueva dinastía, en la literatura. Hasta el propio autor parecía ausente, como si la narración hubiera sido dictada por una fuerza o criatura invisible. Con la publicación en 1841 de ese relato nacía el género policial y la idea de un detective como protagonista de una aventura incierta. Nacía un rol, un papel; no hay personaje más funcional en la literatura, o cuya función sea tan clara desde la primera línea. Con ningún otro personaje se sabe mejor para qué está.
Uno de los grandes misterios de la literatura es el nacimiento de un género y en este caso se daba por partida doble: este género inédito se especializaría, por sobre todo, en el misterio. Podríamos remontarnos a la Biblia, literalmente plagada de enigmas y del enigma más célebre e inexplicado de todos, para buscar antecedentes. O a Shakespeare, Dickens o Balzac. O a la Caperucita Roja que empezó siendo anónima y después se la apropiaron Perrault y los hermanos Grimm. A propósito, el género policial es a menudo el primer género adulto con que alguien de poco más de diez años se embarca en la otra literatura, la que deja de llevar ilustraciones. El primer género que uno lee y, tras dar la vuelta entera por el mapa accidentado de la literatura, acaso el último (antes de adentrarse en el misterio final). Orwell decía de la serie basada en el personaje Raffles y de una novela de James M. Cain: “Los peores libros son a menudo los más importantes, porque usualmente son los que leemos más temprano en la vida”.
El policial es un género límpido, depurado. Es siempre un recomienzo, un grado cero. Ideal para los lectores más perezosos y los más pretenciosos. La identificación puede ser absoluta –el lector es un investigador privado, eso lo supo el primero que abrió un tomo–, y el detective lee como nadie, signos y señales que descifra recurriendo a la maña o, en el siglo XX, a la fuerza. El mapa del género es inabarcable y, como bajo la niebla que bendijo su origen, no tiene límites visibles. (Direcciones, locaciones y trayectos, no obstante, son claves en un policial.) El ensayista Frank Kermode decía que “una consecuencia de la formación del canon es que más allá de que el canon se conforme por fiat teológico o autoridad pedagógica o incluso el azar, cada miembro existe cabalmente sólo por la compañía de otros, un miembro del canon nutre y califica a otros… en cierto sentido todos se vuelven parte de un libro más grande y todos cambian en el proceso”. Nunca más cierto que con un género poblado, frondoso, como el policial. Mientras tanto los críticos, como fotógrafos de policiales, vienen sintonizando las radios de los patrulleros y las ambulancias para llegar al mismo tiempo a la escena del crimen. En el ámbito anglosajón han ido asestándole sucesivos bautismos de fuego: crime novel , mystery novel , detective fiction , private eye nove l, whodunit . Como sea, en todas sus máscaras y escenarios, el género logra lo que los maestros que a cada mes mudan de sitio a sus alumnos: renovar el estado de su atención. Raymond Chandler decía que “la ley no reconoce otro plagio que no sea el de las tramas básicas”.
En el género policial, las ramificaciones y variantes son inabarcables y los enigmas permanecen intactos. Todavía hoy, más de un siglo y medio después del nacimiento del género, no sabemos realmente quién era Edgar Allan Poe o, para el caso, cómo hizo Georges Simenon para escribir lo que escribió. La cuestión del género policial es, como la traducción, una conversación infinita, y entre estos territorios existe una callada relación. El detective decodifica, y de su astucia depende el éxito de la labor y a veces su vida. El traductor actúa de detective y, por los límites intrínsecos de su propio idioma y las limitaciones de su capacidad, se ve forzado a veces a hacer de criminal.
Acaso una de las razones por las que el género policial ha obtenido un éxito sostenido en tantos lugares a lo largo de tanto tiempo es porque procura con más gracia una posibilidad que otros han buscado en la ciencia o la religión: poder explicarlo todo. A la vez, si uno recuerda que la aparición de la escritura, como lo repetía Lévi-Strauss, fue un elemento de control, de poder, y asocia esta cuestión al dominio que un relato policial busca ejercer sobre el lector, el género plantea la antítesis de una literatura que le permita al lector erigirse como tal, es decir como protagonista paralelo. Será por eso, quizá, que el estatuto literario del género padeció constantemente de cierta fragilidad. Es curioso, porque los representantes más competentes -Conan Doyle, Hammett, Simenon- poseían un don natural para saber incluir qué es lo que más le conviene a un relato, qué es lo que lo vuelve más interesante. Otro de ellos, Raymond Chandler, aseguraba que “cuando un libro, cualquier clase de libro, alcanza una intensidad determinada de ejecución artística se vuelve literatura”. Para la cantidad de practicantes que tuvo, no fueron demasiados los que alcanzaron esa cima. Tampoco en otros géneros, pero la incógnita persiste: ¿no puede alcanzar la grandeza literaria un género tan delineado, pautado, predecible a pesar de sus intenciones? Los grandes escritores escriben con formas lógicas. Asombrosamente lógicas. Y en un principio el género policial hizo de esta costumbre su razón de ser.
No hay mucho inesperado, si se piensa, en el género, excepto en la escritura, en el caso de los mejores, o en la invención de un personaje más alucinado (caso Holmes, el príncipe Zaleski, Max Carrados). La pasividad del lector hace pensar que fue el primer cine que hubo (y años después las adaptaciones a la pantalla de novelas policiales serían legión). El género se fue abriendo, y aireando, con los años. Repetía Chandler: “Una obra de misterio realmente buena es aquella que uno leería aun cuando supiera que alguien arrancó el último capítulo”.
Los franceses Boileau y Narcejac sentenciaron que la novela policial es una pesquisa que tiene por fin elucidar un misterio. Es decir, inventar un misterio para la pesquisa y una pesquisa para el misterio. Y, de paso, procuraron una definición que vale para buena parte de la literatura: “Pesquisa y misterio se crean juntas, de tal manera que, siempre, la pesquisa toma prestado del misterio una eficacia extraña y maravillosa, mientras que el misterio le opone a la pesquisa una opacidad particularmente aterradora”.

Los primeros capítulos
Hasta para los más inocentes el género empieza con Poe, con la aparición de su detective Auguste Dupin, que en “El misterio de Marie Roget”, en un guiño cómplice hacia quien lo estaba leyendo asume el papel del lector total, que resuelve el caso sin moverse, a través de los diarios. Wilkie Collins y su amigo Dickens contribuirían lo suyo al género, que encontraría su clímax y cristalización con Arthur Conan Doyle. En 1887 se publica Un estudio en escarlata y deja sus primeras huellas el más memorable de los sabuesos. Sherlock Holmes es –nunca se usa el pasado con los inmortales– misógino, adicto, ingenioso para disfrazarse, está interesado en los saberes más absurdos y se desplaza en la atmósfera de una época fijada magistralmente, bajo un clima helado, lluvioso, ventoso. Doyle, como Simenon, fue un maestro del tiempo, de la intemperie. Sabía que sólo una atmósfera adecuada podía dar pie a una inteligencia de otro mundo y a un personaje inolvidable. (Cómo crearlo es el misterio mayor del género.) Como siempre pasa en literatura, un escritor alcanza o se destaca una cosa y olvida o ignora veinte. Es el arte del sacrificio. En Doyle, los defectos de construcción no importan; lo que cuenta es el efecto. Cuanto más teatral, y más inverosímil, más realista y más creíble se vuelve. A Holmes su autor no lo soportó más y tuvieron que revivirlo los lectores. Ya no pertenecía al autor; un personaje de esas dimensiones echa por tierra la vanidosa y criminal noción de autoría. A Doyle le interesaba el espiritismo, y llegado un punto Holmes se convirtió en un espíritu presente, en vida, con el que Doyle no quería comunicarse. Nos sobrevivirá a todos. Tuvo –tiene– un museo propio, la recreación de su casa en Baker Street, dentro de un edificio, integrada a lo real. Todavía se puede cruzar la puerta mágica, como sugiere Conan Doyle en el libro homónimo dedicado a sus lecturas. El género policial monta en escena el enigma de la literatura: para qué escribirla, leerla, para quién, en nombre de quién, uno se empeña en que perduren sus incógnitas.
Iba a ser Sherringford Holmes y fue Sherlock Holmes. La fórmula del éxito: un nombre extraño, un apellido común. Sherlock Holmes, Sexton Blake. Algo en el oído le dijo a Conan Doyle que la música de un nombre puede decidir su destino. Entendieron la lección quienes después crearían a Sam Spade, Philip Marlowe, Charlie Chan, Charlie Mortdecai, Nero Wolfe, John Appleby, Gervase Fen, Gideon Fell, Mike Hammer, Albert Campion, Arsène Lupin, Jules Maigret, Padre Brown. Detengamos la nómina ahí, antes de que se note que el recuerdo ha traicionado a los otros. (De uno de los personajes de The Terrible Door de George Sims se dice: “Tenía mala memoria, algo fatal para quien quiere mentir bien durante cierto tiempo”.) Ningún personaje controla el nombre que se le pone. Tampoco ninguna persona. La vida de un personaje y la nuestra parecen un largo proceso de adaptación al destino que ese nombre parece señalar. Decenas de autores buscaron otros nombres para torcer su destino y el género policial es un territorio sembrado de seudónimos. Cornell Hopley-Woolrich también era Cornell Woolrich, William Irish y George Hopley. Decil Day-Lewis firmó como Nicholas. Edmund Crispin tomó ese nombre de una novela de Michel Innes, que se llamaba en realidad J.I.M. Stewart. Donald Westlake fue Richard Stark. Evan Hunter fue Ed McBain. Kenneth Millar prefirió llamarse Ross Macdonald.
Del otro lado encontramos al héroe criminal, retratado con maestría por Patricia Highsmith. (Para Julian Maclaren-Ross, una de las principales pruebas del buen escritor de policiales es la creación de villanos convincentes y poco convencionales.) Durante el reinado de las revistas hubo personajes como Sexton Blake y Nick Carter que iban relevando sus autores, todos escondidos detrás de un alias. E.S. Turner apuntaba: “Nadie sabrá nunca cuántas historias escritas con un detective fueron rechazadas y luego reenviadas con éxito a otro editor con el nombre de otro detective; tampoco a cuántas historias, una vez aceptadas por un editor, se les cambiaba el nombre del héroe al de otro detective para subsanar alguna emergencia editorial”. La aparición semanal inducía a la creación de detectives seriales y a la idea intrínseca al género de lo serial –Erle Stanley Gardner y Perry Mason, Ross MacDonald y Lew Archer, etc.–, suscitando de esta manera un género para coleccionistas y lectores-coleccionistas. El que hojeaba con fanatismo revistas como Detective Story era Ludwig Wittgenstein, a quien debe haberlo cautivado el nudo del género, la economía de palabra: “Si la filosofía tiene algo que ver con la sabiduría, no encuentras un grano de ella en Mind, y sí con frecuencia en los cuentos de detectives”. El novelista e historiador Julian Symons asegura que como se empezó a viajar menos en tren y más en auto, cayó la venta de revistas y se pasó gradualmente del cuento a la novela.

La silueta y la sombra
De la mano de sus acompañantes, Dupin y Sherlock Holmes adoptaron y renovaron el protagonismo de la pareja cervantina. Los dúos reinarían en el género, dentro y fuera de la ficción, y brillarían diversos dúos autorales: Borges y Bioy Casares crearon a Isidro Parodi, Ellery Queen (Frederic Dannay y Manfred Lee) creó a Ellery Queen, Boileau y Narcejac firmaban juntos, apenas separados por un guión, como si adquirieran con un solo gesto la estirpe siempre impostada de un apellido compuesto. Siempre hay otro detrás. Y no pocas veces ese otro fue un poeta. Baudelaire fue el primero en reconocer las virtudes y la potencia de Poe. Las relaciones secretas entre el policial y la poesía, como sabemos, están dadas desde el origen, desde que Poe decidió ser poeta por otros medios. Pero los ejemplos siguieron y abundan: Celan traduce a Simenon, Gabriel Ferrater escribe un policial, Auden lo lee con devoción, Borges lo ensaya con suma gracia, el poeta Cecil Day-Lewis se convierte en el autor de La bestia debe morir –traducido por Wilcock–, James Sallis crea al detective negro y profesor de literatura contemporánea Lew Griffin. No es improbable que la comparación poética sea uno de los recursos más frecuentes en el género para encender el estilo. Ross Macdonald escribe: “Su cuerpo se acomodó en una pose bella, inmóvil, pero su cara apenas arrugada se veía fastidiada con esa pose, o resentida, como un ángel que vive con un animal”.
Como si el suspenso se construyera sobre los capítulos faltantes, el policial es todavía hoy un terreno a descubrir. Permite recuperar al lector que uno ya no es, o ser por primera vez el lector que nunca fuimos. En general, tenemos la arrogancia de felicitarnos por la clase de lectores que somos, leyendo a Borges o Greene (otro especialista en culpa e inocencia) o firmas menos confesables. Pero cuando menos conscientes somos de qué clase de lectores somos es cuando más capturados estamos por lo leído, que es lo que sucede en el policial con más frecuencia que en cualquier otro género. El lector que somos en ese momento, frente a Derek Raymond o Simenon, venturosamente no despierta ninguna vanidad en especial. El policial busca del lector lo que el resto de la literatura: un adicto. Pero se trata de una adicción que no se cobra vidas. El viejo cuento de la literatura: nada es lo que parece.